En medio de títulos gratuitos y animales orejanos, gentes
acicaladas por el sufrimiento y el asedio climático el güeñe Gilberto Oria me dijo que estaba contento de haber llegado al
mundo por parto difícil aunque bien atendido, entre cañales, sábanas y agua
caliente, por la curiosa del lugar, Carmen Castillo. Gilbertito tenía nueve
años cuando iba a la escuela del Valle y la vida inicial de observación
imitativa fue fácil y hermosa para él, que junto a sus padres resaltó el espíritu
de antaño. Cuando
Orellana Solís manifestaba una cultura natural en los gestos, en
las labores y en sus reflexiones sobre el mundo, basadas todas en el generoso
volumen que recibiera de regalo desde donde día a día recitaba los versos de
alto vuelo del Martín Fierro. Era impresionante verlo con su melena negra y sus
ojos extraviados, pronunciando lentamente, como si fuera una oración, los
versos más largos de la obra. Por eso, el escenario de Valle Simpson constituyó
algo espectacular y atractivo para Oria, ya que se encontraban en plena faena
de hacer campos y en ocasiones se escuchaban frases como ¿puedo dejar aquí a mi mujer? En efecto, el hombre que llegaba con
su esposa, la dejaba encargada por la temporada que le tocara hacer campos,
costumbre bastante común entre los antiguos camperos jóvenes que veían en los
amigos de confianza un amparo y una precaución. Sin embargo, otros tenían ideas
diferentes y no confiaban en nadie, por lo cual se iban monte adentro
acompañados por ellas.
Valle Simpson estaba poblado por los recién llegados, entre los
que sobresalían David Orellana, un ex combatiente de
La casa alrededor le iba envolviendo con su silueta alta, con unos
atractivos papeles murales y un cielo raso inalcanzable con figuras estrelladas
que nos conmocionaban. El patio estaba consagrado a las faenas familiares,
desde un pozo de agua, gallineros, corralitos y cercados, hasta huertos
caseros, sembradíos y árboles que trajeron desde Argentina. Uno de ellos lo
dejaron ahí con la misma barrica en que venía y años más tarde, cuando Gilberto
fue mayor, me invitó a que fuéramos a verla y para nuestra sorpresa estaba
todavía alrededor del tronco, pero mucho más alto, a unos cinco metros de
altura, cerca de las ramas. Me lo quería decir una tarde de nieve, pero no me
dejaron salir de la casa porque me dolían los huesos de la cadera de lo mucho
que cabalgaba. Así que me quedé con estos paseos que durarían muchos años. Nos subyugaban detalles maternales como la
presencia de esa mujer artista que interpretaba sones de mazurcas, milongas,
gatos y vidalitas, proponiendo un encuentro de entreveros con gente de ambos
países que compartían mismos instantes musicales. Ahí llegaban las cantoras
campesinas
Nunca me acerqué a ese hombre porque me inspiraba un temor
indescriptible. Cuando lo veía llegar de lejos, escondía el inmenso Cauce dentro de las alforjas y le daba
doble vuelta a la rienda sobre el varón. Se acercaba Valdés y antes de apearse
ya se le veían dos botellas de aguardiente colgadas de las chiguas. Don
Gilberto recordó su imagen especial que infundía el monumental vozarrón de este
hombre rechoncho y corpulento y de hablar atropellado que entregaba cariño
también al güeñe, y al que hacía
compartir a veces su ración de aguardiente Rancho
Alegre que bebía con fruición incontrolada.
Comentarios
Publicar un comentario