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El güeñe Gilberto Oria


En torno a la fogata llena de rojos vivos e intensos, alguien se me acercó la última noche de las esquilas y mirándome a los ojos me dijo que se habían empezado a terminar los vicios. Al día siguiente tuve que ir a la Elida a formalizar un trueque por cien caponcitos, y fui vandeando cauces, saltando bardas, avanzando penosamente hasta que al pasar por el rancho de Oria, sentí el silbido. Era raro, pero me vieron pasando y quisieron que fuera adentro. Mateamos una hora, chanceamos, reímos, inquirimos datos del mundo de la Trapananda. Oria no estaba bien cuando me despedí, pero formalicé con él un encuentro diciéndole que le enviaría con un mensajero un papel garabateado con la hora y el lugar en que nos localizaríamos. Sólo muchas semanas más tarde regresaría el mensajero con la respuesta. En otro papel manchado de grasa y con trazos de pluma R, con esa letra de los antiguos tan perfectamente característica, me decía que el encuentro sería a las 4 de la tarde en su casa del Galera y que fuera a caballo y no llevara nada.

En medio de títulos gratuitos y animales orejanos, gentes acicaladas por el sufrimiento y el asedio climático el güeñe Gilberto Oria me dijo que estaba contento de haber llegado al mundo por parto difícil aunque bien atendido, entre cañales, sábanas y agua caliente, por la curiosa del lugar, Carmen Castillo. Gilbertito tenía nueve años cuando iba a la escuela del Valle y la vida inicial de observación imitativa fue fácil y hermosa para él, que junto a sus padres resaltó el espíritu de antaño. Cuando la Edelmira se iba de este mundo, también lo hacía Juan de Dios, cinco años después, por lo que prematuramente tuvo que enfrentar un profundo sentimiento de orfandad que le obligaba a estar junto a su hermana. Criado a la sazón por Clorindo Orellana Solís, su cuñado, con quien tuvo la posibilidad de empaparse profundamente del carácter de la vida campera, se constituyó en la piedra fundamental de su filosofía de vida. El contacto directo con faenas de señaladas, fiestas, tropas y juegos, fundamentaría su postura existencial.

Orellana Solís manifestaba una cultura natural en los gestos, en las labores y en sus reflexiones sobre el mundo, basadas todas en el generoso volumen que recibiera de regalo desde donde día a día recitaba los versos de alto vuelo del Martín Fierro. Era impresionante verlo con su melena negra y sus ojos extraviados, pronunciando lentamente, como si fuera una oración, los versos más largos de la obra. Por eso, el escenario de Valle Simpson constituyó algo espectacular y atractivo para Oria, ya que se encontraban en plena faena de hacer campos y en ocasiones se escuchaban frases como ¿puedo dejar aquí a mi mujer? En efecto, el hombre que llegaba con su esposa, la dejaba encargada por la temporada que le tocara hacer campos, costumbre bastante común entre los antiguos camperos jóvenes que veían en los amigos de confianza un amparo y una precaución. Sin embargo, otros tenían ideas diferentes y no confiaban en nadie, por lo cual se iban monte adentro acompañados por ellas.

Valle Simpson estaba poblado por los recién llegados, entre los que sobresalían David Orellana, un ex combatiente de la Guerra del Pacífico, protagonista de la batalla de Chorrillos y Miraflores y que había ocupado el valle con gran facilidad, pues nadie le impidió ni elegir tierra ni poblar. El güeñe Oria me invitó una noche a conocer la victrola recién comprada de la casa de infancia donde él y su madrina se iban a escuchar los discos de moda en las lánguidas tardes de invierno. La victrola se encontraba sobre un mueble antiguo de madera de caoba y vimos la figura de un perro que enfrentaba la bocina de un gramófono y una frase en la que se leía La Voz del Amo y la marca RCA Víctor. Nunca pude comprenderlo, hasta muchos años después, cuando Amadeo, el estanciero de la Elida fue y me dijo una tarde cuando escuchábamos una lúgubre pieza de Mercedes Simone, que el amo no era el perro como creíamos sino que fue inmortalizado en el momento en que escuchaba intrigado a través del nuevo invento la voz de su amo. Se trataba de un fox llamado Nipper y su dueño era hermano de un pintor inglés llamado Francis Barraud.

La casa alrededor le iba envolviendo con su silueta alta, con unos atractivos papeles murales y un cielo raso inalcanzable con figuras estrelladas que nos conmocionaban. El patio estaba consagrado a las faenas familiares, desde un pozo de agua, gallineros, corralitos y cercados, hasta huertos caseros, sembradíos y árboles que trajeron desde Argentina. Uno de ellos lo dejaron ahí con la misma barrica en que venía y años más tarde, cuando Gilberto fue mayor, me invitó a que fuéramos a verla y para nuestra sorpresa estaba todavía alrededor del tronco, pero mucho más alto, a unos cinco metros de altura, cerca de las ramas. Me lo quería decir una tarde de nieve, pero no me dejaron salir de la casa porque me dolían los huesos de la cadera de lo mucho que cabalgaba. Así que me quedé con estos paseos que durarían muchos años.  Nos subyugaban detalles maternales como la presencia de esa mujer artista que interpretaba sones de mazurcas, milongas, gatos y vidalitas, proponiendo un encuentro de entreveros con gente de ambos países que compartían mismos instantes musicales. Ahí llegaban las cantoras campesinas la Elisa Valdés y la Juanita Yánez que también tocaba guitarra y entre los hombres destacaba el inefable Matías Pardo, un improvisador musical de primer orden que acudía adonde lo llamaran, bautizos, casamientos o fiestas de santos y cumpleaños, inundando el ambiente con versos que brotaban de sus labios espontáneamente. Distintivas y especialísimas son las experiencias que nos tocó vivir con su abuelo Mercedes Valdés, un viejo roble del valle a quien todos consideran el patriarca, sabio, gaucho y campero más famoso y capacitado de esos años.

Nunca me acerqué a ese hombre porque me inspiraba un temor indescriptible. Cuando lo veía llegar de lejos, escondía el inmenso Cauce dentro de las alforjas y le daba doble vuelta a la rienda sobre el varón. Se acercaba Valdés y antes de apearse ya se le veían dos botellas de aguardiente colgadas de las chiguas. Don Gilberto recordó su imagen especial que infundía el monumental vozarrón de este hombre rechoncho y corpulento y de hablar atropellado que entregaba cariño también al güeñe, y al que hacía compartir a veces su ración de aguardiente Rancho Alegre que bebía con fruición incontrolada.


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