LAS LUCES TRISTES.
Al llegar al territorio de Aysén a principios del siglo XX, ni hombres ni mujeres tuvieron plena conciencia de la realidad carencial de menor importancia para la subsistencia, cual es la iluminación. Es bien sabida la tendencia de los pueblos trabajadores rurales de irse a los cueros lo más temprano posible para determinar una rutina basada en la producción de sol a sol. Por lo tanto, llegada la hora del crepúsculo, el cansancio corporal hace imposible la vida social y, por lo pronto, innecesaria la iluminación de los espacios físicos. Tal vez por ese detalle sea la luz un elemento de tercera importancia en la escala valórica de los primeros tiempos de colonización. Sin embargo, había que pensar en las emergencias y en las alarmas nocturnas provocadas por enfermedades inesperadas o la llegada de gente a la casa. Incluso en la mantención de luz durante fiestas camperas o celebraciones de bautizos o matrimonios.
Desde tiempos inmemoriales se ha considerado la grasa animal como un seguro combustible. Y es justamente ahí donde se halla el corazón de la metodología de las iluminaciones en nuestra tierra. Justo cuando llega la hora vespertina salen a relucir los placenteros chonchones o candiles, provocando la comodidad máxima entre los vivientes de 1910 en adelante. La costumbre es magníficamente abrazada y se mantiene hasta avanzadas décadas en los sectores rurales.
Se habla con propiedad de una especie de producción de grasa, incluso con alcances de manufactura, lo que da como resultado una vela con pabilo que sigue la forma de un tarro de conservas, lugar donde se derramaba la grasa líquida, que luego se solidificaría. Así presentada la situación, es posible que aquella vela casera diera mejores resultados que la que acostumbraba adquirirse en las estancias argentinas donde había gran surtido, o en los boliches de las pampas en que llegaban de Buenos Aires, debiendo pagarse por ella un poco más.
Así dadas las cosas, tanto las caseras candelas fabricadas en días de carneo como aquellas más sofisticadas que provenían de las urbes porteñas, encontraban en los primeros habitantes de Aysén una población consumidora de primer nivel, la que podía superar sin problemas las emergencias producidas durante la noche. Proveyéndose de pabilos o mechas largas, los productores de chonchones podían fabricar en serie hasta una cincuentena, las que dejaban en reposo toda la noche y guardaban al día siguiente en el reservorio de alimentos y despensa. De esa manera, aquellos velones con moldes de tarros cumplían funciones importantes en los primeros tiempos. Es bien sabido que con los vientos reinantes en Aysén jamás una persona hubiera podido por ejemplo, ir a ocupar sus letrinas en el fondo del patio acompañándose de un simple velón, ya que no habría avanzado un metro cuando la llama ya se hubiera extinguido . Para ello, el ingenio campesino hizo que se cortara el gollete de las botellas vineras, se apretara un alambre alrededor y se depositara el chonchón en el fondo de la botella, el que no sufriría los embates del viento e iluminaría perfectamente los sitios del caminante.
Aquella costumbre del chonchón en las botellas causó gran impacto entre los coyhaiquinos del primer Baquedano, ya que eran tiempos en que la vida social alcanzaba ribetes de gran intensidad. Resulta curioso comprobar que así como se cobraba el barril de agua puesto en los domicilios de los poquísimos vecinos, no hubiese existido un negocio similar relativo a la luz por parte de muchachos que por unos centavillos hayan ofrecido un servicio de alumbrado con chonchones portátiles para caminantes con la venta de los mismos chonchones en botellas. El primero de ellos debía tal vez ser pagando una propina a quien acompañara a la persona o al grupo que quisiera desplazarse por las calles en compañía de un acompañante alumbrador. El segundo, en cambio, consistiría en comprar la botella con chonchón y darle el uso práctico que correspondía. Dicen los que recuerdan, que muchas familias se desplazaban por las oscuras calles coyhaiquinas portando chonchones que con el movimiento provocaban sombras fantasmagóricas reflejándose en los muros y cercados.
El problema de la luz luego pasaría a superarse con la llegada de los candiles, que eran lámparas fijas que acompañaban por horas a las familias. Y luego ya se comercializaron las famosas lámparas Petromax que fueron las reinas de la noche en casi todos los hogares. Cuando Feliciano Echevarría instalaba la usina eléctrica a gas pobre en Río Claro, fue todo un acontecimiento. Aquella historia ya la estamos reconstituyendo y es probable que pronto usted pueda leerla.
HONORATO CHACANO, EL ABUELO QUE NACIÓ CONTIGO
Hablábamos del siglo XX y ni siquiera le conocíamos a ese niño que viajó a la Patagonia desde Nueva Imperial y San José de la Mariquina, supongo que había que imaginárselo saltando frente a los muelles para embarcarse, ebrio de amor por los pastizales y las figuras de las nubes sobre los montes, de la mano de la mamá Rosa, escuchando gritar a padre Manuel montado en briosos corceles de tiempo y labranza. No lejos de ahí, Valdivia, imponente con la voz de un lago luminoso y extenso, donde la siguiente década en el glorioso regimiento Caupolicán, luciría orgulloso su uniforme militar.
¡Qué
delgado, qué esmirriado era él, caminando con garbo y agilidad de gacela! ¡Con
qué paciencia se sostuvo en medio de las faenas del ganado, aprendiendo,
siempre aprendiendo, solícito y comedido, lleno de bríos de la primera
juventud, casi aquejado de amor por la vida en medio de los absurdos designios
de las obligaciones!
Cruzó
los alambres de las fronteras para comenzar a hacerse gaucho en la Argentina
solitaria y pampina, en medio de estancias, madurando alrededor de los balidos,
relinchos y mugidos. Sus primeros pasos en la estancia de un abogado ganadero
acompañado por uno de sus hermanos que dicen que podría haber sido la Chalía,
la Tolentina o el Carlos, el José, la Ida o el Benito…quién sabe? Eran tiempos
difíciles para él, muy difíciles, con el desencanto del bajísimo jornal, su
ignorancia frente a la altanería infame de los patrones, la explotación y el
dolor.
Pasó una
década hambriento y fatigado, trabajando de sol a sol por un jornal de hambre,
apretadas las mandíbulas por la rabia que crecía, ceñidos sus puños de
impotencia, siempre alegando injusticias vivas, patentes, incorporadas
profundamente en su piel aguantadora, incluso pidiendo las cuentas con el
último explotador y conminándole a que le pagara todos estos años de hambre y
explotación porque se iba a ir a otro país, pero el patrón no le pagaría en
dinero sino en ganado que igual le servía. Así que en un par de días Honorato
Chacano se sintió revivir, pues con ese pequeño capitalito podía empezar solo,
sin patrón ni tiempo que valga, con una experiencia ya aprendida y con jóvenes
32 años que le ayudarían a surgir muy pronto con un gran futuro por delante.
Fue
entonces que sus oídos escucharon esas frases que le hicieron creer: en
compensación a sus servicios prestados recibirá usted un mil cabezas de ganado
lanar, que en cosa de pocos meses ya rodeadas iniciarían faenas de arreo hasta
los altos del río Ibáñez, donde había escuchado de la existencia de campos más
baratos y mejores, con buena pastura y buenas aguadas. Por el lugar que hoy
está el puente Chacano, ocurrió el vandeo de sus primeras ovejas con el riesgo
de perder la mitad ya que era difícil aquella faena.
“Esta
huella que canta, no está domada, la encontré en una estrella, de madrugada…”
El
puente Chacano se llamó así cuando junto a unos familiares y vecinos (se
destaca Enrique Medina) levantaron el primer puente apoyándose en los planos y
croquis redactados por el padre Pablo, misionero de los años 50.
Pronto
contrae matrimonio en Puerto Montt con la linda dama Mercedes Medina Ayala,
quince años menor, y un 21 de abril ambos iniciaron viaje hasta la Patagonia en
un barco que los dejaría en el molo de Puerto Aysén y dos días después ya
estaban preparados para iniciar en carretas el viaje hasta el Alto Ibáñez con
sus vituallas y enseres de hogar, apurados para que las nevazones no los
atrapen a medio viaje, cansancio y lentitud, frío y paciencia… Llegaron a
tiempo y extenuados, organizaron lentamente su vida, conociendo a sus vecinos,
a la señora Zerafina Paichil que le entregó sus consejos.
Chacano
ya trabajaba duro con su ganado que se iba agigantando. El invierno no le dio
miedo. En enero de 1937 su mujer esperaba un hijo y deciden trasladarla con la
partera del lugar. Nace un 12 de febrero de 1937 a quien pondrían por nombre
Ernesto, nacido en la bajada Ibáñez e inscrito en Chile Chico días más tarde,
llevando el número de registro 19 de dicha localidad. Luego vendrían otros
hijos, Eva nacida en Cerro Castillo, Rosa nacida en Chile Chico, Paula,
Mercedes, Nora, Silvia, Manuel nacido en Cerro Castillo, Adan, Juana, María
Zunilda, Ricardo y finalmente en un acto de amor deciden criar y adoptar como
hijo propio a Cristóbal, el más joven de la estirpe Chacano Medina.
Pronto,
entreverado con las labores agrícolas y ganaderas, aparecerá el aporte a la
educación del sector, a fines de los años cincuenta se levanta la primera
escuela del lugar, al otro lado del río Ibáñez, que por más de diez años educó
a la prole de los campos cercanos, ya que anteriormente era necesario enviar a
los hijos a estudiar a Balmaceda o Coyhaique o Ibáñez que contaba con una
escuelita mixta atendida sólo por una profesora.
En
1954 y fruto de su rica cultura cívica decide fundar entre los pobladores una
célula del Partido Liberal, y ocupa la presidencia del mismo hasta el año 1967
en que renuncia dejándola en manos de don Porfirio García Ortiz, siendo incluso
el año 1967 candidato a regidor por la comuna de Ibáñez.
Es
relevante en definitiva la figura de Honorato como hombre íntegro de la zona,
pionero inagotable, poblador aguerrido, preocupado de la cultura y el
conocimiento, campesino innovador, baste decir que fue de los primeros en sembrar
trigo en esas latitudes. Sus huellas son profundas, su solaz y su alcurnia de
campesino también, por eso, la cantinela es un verdadero epígrafe que lo
refleja en toda su magnitud:
“Esta huella que canta, no está domada, la encontré en una estrella, de madrugada…”
LA CASA DE LOS MEDINA EN EL SALTO.
Esa nada de Coyhaique, era una huella rodeada de pampas y
faldeos, unos arbustos tupidos de calafates, y el incesante ulular del viento.
Todas aquellas noches alojaban en los límites porque era la única forma de
pasar buenas noches. Eran noches intensas, con ráfagas de viento y oscuridad
total, con los cantos de los búhos y el rezongar de los zorros. Eran jornadas
indecibles, llenas de presagios y albures. Doña Sofía Muñoz tenía entonces 21
años y era buena moza, agraciada y juvenil, pretendida por muchos hombres.
Al llegar adonde su hermana que tenía finca en Río Mayo, la
vida les fue cambiando fundamentalmente, especialmente a ella, que pronto
observó la presencia de Daniel Medina, compadre de su hermana, quien vivía
cerca del pueblo. Aquel hombre sería su marido, un calificado campero de ovejas
y troperías. Se casaron el 17 de noviembre de 1930 y tuvieron nueve hijos.
Comenzaría entonces la vida de trabajo junto a su hombre. Y cuando dispusieron
de un mediano capital se precipitaron al viaje hasta el valle, con intenciones de
comprar una casa propia en una tierra particular, necesaria para la vida.
Cuando enfilaron los ojos para Coyhaique, se decidieron
comprar en El Salto, al lado del puentecito, la casa vieja de Timoteo Jara,
quien les vendió los adelantos por allá por 1936, un lugar muy conocido a orillas del antiguo
camino, saludando a medio mundo que pasaba generalmente a echarse un par de
mates antes de proseguir viajes. Era y sigue siendo un emblemático espacio que
refleja con bondad el paso de los años y la detención del tiempo. Seguramente
en ese lugar hubo fiestas y carreras, apuestas y jarana, comunidades campesinas alentadas por el
presente .
La señora Sofía decidió dedicarse a la tierra e hizo
huertas, amparándose en la paz que la rodeaba y dispuesta a observar las
distancias frente a los inviernos crudelísimos, especialmente aquellos
llovedores y nevadores, con cabalgaduras cruzando a nado, el puente con dos
débiles tablones que ya se caían y la urgencia de unas crecientes que jamás se
pudieron olvidar por lo despiadadas y agresivas.
Viviano, Daniel, Beatriz, Estela, Héctor, Isolina, Natter, Dante fueron sus hijos criados en esta casa de de dos pisos, una invitación a tradicionar en busca de los fantasmas de quienes ya no están y que les persiguen en los recuerdos, una casa abandonada y triste, que tal vez vio llegar a mucha gente y vio venir grandes tiempos, quedando todo en el más recóndito pretérito, situaciones de la vida enredadas entre el llanto y la carcajada.
CANALES, EL CARABINERO DE LA CALLE LILLO
Quien nos contara ricas historias de
forajidos fue el carabinero Florín Canales, el mismo que vivía en calle Lillo,
donde lo fuimos a buscar para que nos hable de su vida en un testimonio
espectacular. Llegó a la provincia en mayo de 1931 haciendo lo posible por no
quedarse. Pero su historia cuenta que lo asignaron con un sueldo mayor que el
que ganaba, y eso fue suficiente para él. En verdad, todo era agresivo en
Aysén, el clima, la selva cerrada donde tenían que ingeniárselas para seguir
avanzando a caballo, provistos de brújulas, durmiendo en plena cordillera con
manta y capote.
Trabajé como guardia de
Palacio en
Este singular carabinero
nacido en Nirivilo se quedó en Santiago y pronto integró la guardia de la
presidencia, en pleno Palacio de
Nosotros acatábamos
nuestras comisiones, y no nos importaba mucho porque era el cumplimiento de un
deber. Había que rezar, teníamos el cuero duro, la mente fría para aceptar
tamaños trayectos. A muchos se les acabó la audición, quedaron sordos para
siempre porque el frío era insoportable y los oídos se resentían. Otros
sufrieron congelamientos, otros veían visiones y hubo que internarlos.
Había que alojar la
mayoría de las veces en pleno campo. Y para protegerse de las bajísimas
temperaturas disponían de la manta, el abrigo como capote, la manta de agua y
la manta de castilla. Los antiguos carabineros debían dormir en pleno campo, en
el suelo, junto a la fogata y a su caballo, poniendo la manta del pelero del
caballo que se tapaba encima y la montura sobre los pies para superar el
intenso frío. Aquella vieja comisaría era un rancho mal hecho donde se hacía de
todo, atender gente, escribir en una antigua máquina y hasta alimentarse sobre
el escritorio.
––Era un retén con cuatro piececitas no más. Estaba el
almacén, la sala de armas, la oficina y la cocina ––comentaba don Florín
Canales. Y en aquellas antiguas comisiones, todo carabinero tenía la más
importante misión que era aguantar a como dé lugar la brutal forma de vida de
Cuando estábamos en
Palena, por ejemplo, teníamos que ir a buscar los víveres a Trevelín,
Argentina, estando siempre de acuerdo con la policía argentina para todos estos
trámites que necesitaban ciertas facilidades. Ya se sabía que entrando de
Puesto Viejo ya se estaba prácticamente en territorio argentino y en dos días
con pilcheros se realizaba el trámite. Ningún otro negocio de venta de
provisiones existía entonces en Palena.
Eran los días en que la
superioridad tuvo que contratar al famoso Domingo Zambrano para que asumiera
las funciones de eliminación del cuatrerismo, un hombre que inspiraba respeto,
sin duda, ya que todo el bandidaje se replegó hacia
EL FIN DEL VAPOR COYHAIQUE Y SU NAUFRAGIO
EN PLENAS COSTAS DE AYSÉN
Cuando el último capitán del Coyhaique,
mister Merckens asume el gobierno de la nave por los canales del sur, nunca se
imaginó que su dilatada y honrosa hoja de servicios de más de 35 años iba a
mancharse con el naufragio del barco que él comandaba. Lamentablemente Merckens
no pudo disfrutar jamás de su jubilación. Le quedaba sólo un mes para lograr el
trámite y estaba feliz y radiante aquella madrugada cuando zarpara con su nave
desde Puerto Montt. La rutina le permitió reflexionar profundamente sobre su
trayectoria. Horas y horas en calma frente a un mar tranquilo, que sólo le
enfrentaba a desasosiegos al enfilar por el canal de Moraleda y el golfo
Corcovado. Nada más. El resto, simples maniobras de atraque o zarpe.
Lo que ocurriría el 2 de Enero de 1942,
echaría por tierra todo lo que había logrado. Iba a comenzar uno de los viajes
de exploración tan característicos del capitán Merckens, donde probablemente
aquel espíritu apacible de marinero se hubiera ido forjando a hierro frente a
la calma de los sectores de
El inesperado hundimiento del vapor
Coyhaique, conocido barquito que pertenecía a
Se comenta todavía las fiestas y veladas
sociales que sobre la cubierta del Coyhaique se celebraban cada vez que
efectuaba un viaje desde Puerto Montt. Curiosamente, sería el mismo Trinidad el
que continuaría luego la senda abierta por este lujoso barco.
Pero lo que sucedió en 1942 con el vapor
Coyhaique dejó a todos con la boca abierta, al encontrarse en su segundo día de
expedición en el sitio correspondiente al tramo Puerto Montt Aysén, seguramente
en un lugar cercano a las costas de Chiloé.
El relato contiene la idea de que los
pasajeros del Trinidad, que viajaba rumbo a Aysén, anclaron sin haber llegado a
puerto alguno, lo que significa que algo extraordinario e inesperado debe haber
sucedido. Y sin duda así era. Al salir a cubierta la mayor parte de los escasos
pasajeros, divisaron a exiguos cincuenta metros de la costa al precioso vapor
Coyhaique varado sobre una gran roca ubicada delante de una islita, lugar que
da para pensar en Puerto Raúl Marín Balmaceda o Melinka.
Justamente, cuando ocurre el percance de
del varamiento, el Coyhaique quedó detenido a la espera de que algún otro barco
pasara por ahí y se pudieran transportar a los pasajeros antes de que comience
a hundirse. La quilla se veía bastante dañada y su inclinación anunciaba
peligrosamente que el final estaba muy cercano.
El vapor Trinidad había zarpado dos días
antes desde Puerto Montt y se dirigía a Puerto Aysén. Entre sus pasajeros venía
el explorador Augusto Grosse, quien había conseguido con mucha dificultad que
el nuevo Gobierno le apruebe fondos para iniciar una exploración ya comenzada
en el sector de Río Blanco, cercano al lago Riesco. Venía quejándose de que los
cambios de gobierno retrasaban sus expediciones, debido a la burocracia que
exige la asunción de nuevas autoridades. Cuando una veintena de pasajeros abordó
el Trinidad, el vapor colapsó su capacidad. El Coyhaique había encallado justo
a la medianoche con plena marea creciente y estaba alcanzando su nivel más
bajo, con la hélice totalmente fuera del agua.
Ello hacía temer por su integridad, ya que
en cualquier momento iba a volcarse y a
hundirse inevitablemente, por lo que todos los pasajeros fueron derivados al
Trinidad, incluso su capitán, quien en un supremo esfuerzo envió a su
tripulación a un último esfuerzo para zafar al vaporcito de su encallamiento. Durante
la noche, con marea alta, se intentaba el último esfuerzo, sin resultados. La
tentativa dejaba tan rendida a la tripulación que a las siete de la mañana todo
había quedado echado a la suerte.
Estaba lloviendo aquella madrugada cuando
los tripulantes, agolpados en los botes salvavidas, atentos a cualquier
maniobra final, empapados y atribulados, observaron cómo la nave crujía en un
último intento desesperado por quedarse en la superficie, se inclinaba a babor
y se deslizaba en un movimiento final, engullida por un gigantesco remolino que
la expelía hacia el fondo del mar, despareciendo en cosa de segundos.
Con la desaparición del Coyhaique,
JOSÉ ANIBAL TECA, DE CHADMO
Había surgido un viaje a Puerto Chacabuco
cuando tuve la oportunidad de conocerle en 1988. Se llamaba José Aníbal Teca y
contaba con 107 años de edad cuando le descubrí. Provenía de San Juan de Chadmo
y se había quedado para siempre en el sector de Chacabuco, adonde había llegado
en 1926 para armarse de tierras y abrir las selvas. Sus frases buscaban siempre
los antiguos estertores de la vida, donde se quedó solo enfrentando a ninguna
cosa, a ningún poblado ni grupo que le acompañara. Era aquello un espacio feroz
e irresistible, un lugar sin puertos de atraque, y sin referencias notables
para ubicarse. Don José comenzó entonces a pensar en medio de su soledad, ya
que en aquella parte no había nadie, todas las primeras operaciones habían sido
establecidas en la parte de Puerto Aysén. Debería entonces el pionero
enfrentarse solo al despeje de selvas para intentar armar picadas con
envaralados que le vayan encaminando penosamente hacia el puerto principal. No
tenía vecinos, no había animales, escuchaba sonidos a lo lejos de quién sabe
qué grupo de pioneros como él, lidiando contra los avatares de la selva.
La selva. Prodigioso campo de batalla para
los hombres que llegaban, fragorosas fogatas para el despeje que crecían en la
noche y se extendían por meses, por semanas. Eran don José que quemaba y
quemaba el tepú, el ciruelillo, los lengales y coliguales. Se hizo amigo de dos
hombres a los que trajo para que le ayudaran. Y mientras el viento del Pacífico
seguía envolviendo las selvas sin detenerse jamás, José Aníbal Teca respiraba
junto a sus compañeros los aires de las extensiones, sin saber de descansos o
relajos, de diversiones, de solaz. Era poco lo que en realidad le llamaba la
atención, fuera de las hachas, las palas, los machetes, siempre limpiando
campos y selvas, siempre estando ahí, junto a sus ayudantes, jóvenes como a él
mismo, aunque con diferencia de algunos años. Una de los detalles lindos que
guardo en mis grabaciones es cuando me dice que el chasqueo fuerte de los
metales de sus herramientas reverberaba a través del eco de los bosques
oscuros.
Cierta tarde de verano se escuchó cerca de
su rancho, a orillas del mar de Chacabuco, el ruido de un motor en lontananza.
Era el el mismísimo intendente Luis Marchant González que venía a visitarlo. Ya
había sabido de su presencia. Y como Teca no había tenido noción del tiempo,
supo que había llegado el año 1928 y que Puerto Aysén se había fundado. La
primera autoridad iba acompañada de dos ingenieros y un escribiente, para
hacerle entrega oficial de las tierras que él mismo se había ganado. Pero Teca
rechazó aquello, respondiendo que esas tierras que iba a recibir no le servían
para nada y que ya había elegido las suyas,
Tiempo más tarde el
connotado vecino Augusto Holmberg lo andaba buscando para contratarlo en sus
faenas de aserreadura en el sector de Puerto Cisnes, sabiendo de su capacidad y
talento para este tipo de trabajos. Estuvo ahí más o menos un año y hubo de
regresar a sus tierras de Chacabuco porque acababan de empezar las llenas que
todo lo destruían. Los riesgos de la vida de playa eran evidentes. El tiempo se
iba acercando, mezclándose con las faenas de talaje de coigües, la recolección
de varas de ciprés y las faenas de pesca. Las orillas del mar le proponían a
Teca un profundo acercamiento a la idea de sentirse dueño absoluto de esos
espacios que constituían para él una especie de zona sagrada, de reino
intocable. Incluso la nieve que caía en aquellos días le provocaba muchos
problemas. Era una nieve exigua y diminuta que se iba mezclando con el fuego de
los roces y las altas olas del mar en medio de una rada serena y exquisita.
Sin darse cuenta, el
espacio creado por sus manos comenzó a llenarse imperceptiblemente de las
visiones de las chalupas y lanchones con gente que venía y regresaba. Vio
llegar a muchos como él que luego escribirían gloriosas páginas de iniciaciones.
Los comerciantes de la primera Puerto Aysén, don Rudecindo, el patriarca
inmortal, los árabes, los chilotes, los chillanejos y los argentinos. Todos le
buscaron y todos le visitaron tratándolo con respeto. Sabían que era el
baqueano, el señor de las tierras de Chacabuco que antes habían sido selvas, el
más experto en cosas de territorios que a la postre se transformaría en el
principal puerto de la provincia.
Cuando fui a su casa en
el lodazal profundo del páramo, donde jugaban a encontrarse las tembladeras
verdes del musgo mojado con las entradas dulces del agua del mar cercano, me
pareció que en cualquier momento se iba a ir don José Aníbal, especialmente
cuando los jadeos y sus respiraciones entrecortadas anunciaban un mal de
insoportable presencia, quizás sus pulmones, acaso su corazón… pero daba miedo
estar ahí mientras desfilaban por sus lerdas expresiones todas las imágenes de
ese tiempo que volvía a estar cerca nuestro mostrando el vigor del recuerdo y
el respeto por esas cosas iniciadas hace un siglo en Puerto Chacabuco.
José Teca marcó huellas
profundas, llenas de dolor y lejanía, las más ancianas, las más tardías y
transparentes. El que se entregó por entero a abrir selvas y a legarnos el
ejemplo de sus propias conquistas.
Dar gracias por colectar tanta historia de esfuerzo y valor con ganas de saber más de los valientes colonos
ResponderEliminar