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Las Crónicas

LAS LUCES TRISTES.

Al llegar al territorio de Aysén a principios del siglo XX, ni hombres ni mujeres tuvieron plena conciencia de la realidad carencial de menor importancia para la subsistencia, cual es la iluminación. Es bien sabida la tendencia de los pueblos  trabajadores rurales de irse a los cueros lo más temprano posible para determinar una rutina basada en la producción de sol a sol. Por lo tanto, llegada la hora del crepúsculo, el cansancio corporal hace imposible la vida social y, por lo pronto, innecesaria la iluminación de los espacios físicos. Tal vez por ese detalle sea la luz un elemento de tercera importancia en la escala valórica de los primeros tiempos de colonización. Sin embargo, había que pensar en las emergencias y en las alarmas nocturnas provocadas por enfermedades inesperadas o la llegada de gente a la casa. Incluso en la mantención de luz durante fiestas camperas o celebraciones de bautizos o matrimonios.

Desde tiempos inmemoriales se ha considerado la grasa animal como un seguro combustible. Y es justamente ahí donde se halla el corazón de la metodología de las iluminaciones en nuestra tierra. Justo cuando llega la hora vespertina salen a relucir los placenteros chonchones o candiles, provocando la comodidad máxima entre los vivientes de 1910 en adelante. La costumbre es magníficamente abrazada y se mantiene hasta avanzadas décadas en los sectores rurales.

Se habla con propiedad de una especie de producción de grasa, incluso con alcances de manufactura, lo que da como resultado una vela con pabilo que sigue la forma de un tarro de conservas, lugar donde se derramaba la grasa líquida, que luego se solidificaría. Así presentada la situación, es posible que aquella vela casera diera mejores resultados que la que acostumbraba adquirirse en las estancias argentinas donde había gran surtido, o en los boliches de las pampas en que llegaban de Buenos Aires, debiendo pagarse por ella un poco más.

Así dadas las cosas, tanto las caseras candelas fabricadas  en días de carneo como aquellas más sofisticadas que provenían de las urbes porteñas, encontraban en los primeros habitantes de Aysén una población consumidora de primer nivel, la que podía superar sin problemas las emergencias producidas durante la noche. Proveyéndose de pabilos o mechas largas, los productores de chonchones podían fabricar en serie hasta una cincuentena, las que dejaban en reposo toda la noche y guardaban al día siguiente en el reservorio de alimentos y despensa. De esa manera, aquellos velones con moldes de tarros cumplían funciones importantes en los primeros tiempos. Es bien sabido que con los vientos reinantes en Aysén jamás una persona hubiera podido por ejemplo, ir a ocupar sus letrinas en el fondo del patio acompañándose de un simple velón, ya que no habría avanzado un metro cuando la llama ya se hubiera extinguido . Para ello, el ingenio campesino hizo que se cortara el gollete de las botellas vineras, se apretara un  alambre alrededor y se depositara el chonchón en el fondo de la botella, el que no sufriría los embates del viento e iluminaría perfectamente los sitios del caminante.

Aquella costumbre del chonchón en las botellas causó gran impacto entre los coyhaiquinos del primer Baquedano, ya que eran tiempos en que la vida social alcanzaba ribetes de gran intensidad. Resulta curioso comprobar que así como se cobraba el barril de agua puesto en los domicilios de los poquísimos vecinos, no hubiese existido un negocio similar relativo a la luz por parte de muchachos que por unos centavillos hayan ofrecido un servicio de alumbrado con chonchones portátiles para caminantes con la venta de los mismos chonchones en botellas. El primero de ellos debía tal vez  ser pagando una propina a quien acompañara a la persona o al grupo que quisiera desplazarse por las calles en compañía de un acompañante alumbrador. El segundo, en cambio, consistiría en comprar la botella con chonchón y darle el uso práctico que correspondía. Dicen los que recuerdan, que muchas familias se desplazaban por las oscuras calles coyhaiquinas portando chonchones que con el movimiento provocaban sombras fantasmagóricas reflejándose en los muros y cercados.

El problema de la luz luego pasaría a superarse con la llegada de los candiles, que eran lámparas fijas que acompañaban por horas a las familias. Y luego ya se comercializaron las famosas lámparas Petromax que fueron las reinas de la noche en casi todos los hogares. Cuando Feliciano Echevarría instalaba la usina eléctrica a gas pobre en Río Claro, fue todo un acontecimiento. Aquella historia ya la estamos reconstituyendo y es probable que pronto usted pueda leerla.


HONORATO CHACANO, EL ABUELO QUE NACIÓ CONTIGO

Hablábamos del siglo XX y ni siquiera le conocíamos a ese niño que viajó a la Patagonia desde Nueva Imperial y San José de la Mariquina, supongo que había que imaginárselo saltando frente a los muelles para embarcarse, ebrio de amor por los pastizales y las figuras de las nubes sobre los montes, de la mano de la mamá Rosa, escuchando gritar a padre Manuel montado en briosos corceles de tiempo y labranza. No lejos de ahí, Valdivia, imponente con la voz de un lago luminoso y extenso, donde la siguiente década en el glorioso regimiento Caupolicán, luciría orgulloso su uniforme militar.

¡Qué delgado, qué esmirriado era él, caminando con garbo y agilidad de gacela! ¡Con qué paciencia se sostuvo en medio de las faenas del ganado, aprendiendo, siempre aprendiendo, solícito y comedido, lleno de bríos de la primera juventud, casi aquejado de amor por la vida en medio de los absurdos designios de las obligaciones!

Cruzó los alambres de las fronteras para comenzar a hacerse gaucho en la Argentina solitaria y pampina, en medio de estancias, madurando alrededor de los balidos, relinchos y mugidos. Sus primeros pasos en la estancia de un abogado ganadero acompañado por uno de sus hermanos que dicen que podría haber sido la Chalía, la Tolentina o el Carlos, el José, la Ida o el Benito…quién sabe? Eran tiempos difíciles para él, muy difíciles, con el desencanto del bajísimo jornal, su ignorancia frente a la altanería infame de los patrones, la explotación y el dolor.

Pasó una década hambriento y fatigado, trabajando de sol a sol por un jornal de hambre, apretadas las mandíbulas por la rabia que crecía, ceñidos sus puños de impotencia, siempre alegando injusticias vivas, patentes, incorporadas profundamente en su piel aguantadora, incluso pidiendo las cuentas con el último explotador y conminándole a que le pagara todos estos años de hambre y explotación porque se iba a ir a otro país, pero el patrón no le pagaría en dinero sino en ganado que igual le servía. Así que en un par de días Honorato Chacano se sintió revivir, pues con ese pequeño capitalito podía empezar solo, sin patrón ni tiempo que valga, con una experiencia ya aprendida y con jóvenes 32 años que le ayudarían a surgir muy pronto con un gran futuro por delante.

Fue entonces que sus oídos escucharon esas frases que le hicieron creer: en compensación a sus servicios prestados recibirá usted un mil cabezas de ganado lanar, que en cosa de pocos meses ya rodeadas iniciarían faenas de arreo hasta los altos del río Ibáñez, donde había escuchado de la existencia de campos más baratos y mejores, con buena pastura y buenas aguadas. Por el lugar que hoy está el puente Chacano, ocurrió el vandeo de sus primeras ovejas con el riesgo de perder la mitad ya que era difícil aquella faena.

“Esta huella que canta, no está domada, la encontré en una estrella, de madrugada…”

El puente Chacano se llamó así cuando junto a unos familiares y vecinos (se destaca Enrique Medina) levantaron el primer puente apoyándose en los planos y croquis redactados por el padre Pablo, misionero de los años 50.

Pronto contrae matrimonio en Puerto Montt con la linda dama Mercedes Medina Ayala, quince años menor, y un 21 de abril ambos iniciaron viaje hasta la Patagonia en un barco que los dejaría en el molo de Puerto Aysén y dos días después ya estaban preparados para iniciar en carretas el viaje hasta el Alto Ibáñez con sus vituallas y enseres de hogar, apurados para que las nevazones no los atrapen a medio viaje, cansancio y lentitud, frío y paciencia… Llegaron a tiempo y extenuados, organizaron lentamente su vida, conociendo a sus vecinos, a la señora Zerafina Paichil que le entregó sus consejos.

Chacano ya trabajaba duro con su ganado que se iba agigantando. El invierno no le dio miedo. En enero de 1937 su mujer esperaba un hijo y deciden trasladarla con la partera del lugar. Nace un 12 de febrero de 1937 a quien pondrían por nombre Ernesto, nacido en la bajada Ibáñez e inscrito en Chile Chico días más tarde, llevando el número de registro 19 de dicha localidad. Luego vendrían otros hijos, Eva nacida en Cerro Castillo, Rosa nacida en Chile Chico, Paula, Mercedes, Nora, Silvia, Manuel nacido en Cerro Castillo, Adan, Juana, María Zunilda, Ricardo y finalmente en un acto de amor deciden criar y adoptar como hijo propio a Cristóbal, el más joven de la estirpe Chacano Medina.

Pronto, entreverado con las labores agrícolas y ganaderas, aparecerá el aporte a la educación del sector, a fines de los años cincuenta se levanta la primera escuela del lugar, al otro lado del río Ibáñez, que por más de diez años educó a la prole de los campos cercanos, ya que anteriormente era necesario enviar a los hijos a estudiar a Balmaceda o Coyhaique o Ibáñez que contaba con una escuelita mixta atendida sólo por una profesora.

En 1954 y fruto de su rica cultura cívica decide fundar entre los pobladores una célula del Partido Liberal, y ocupa la presidencia del mismo hasta el año 1967 en que renuncia dejándola en manos de don Porfirio García Ortiz, siendo incluso el año 1967 candidato a regidor por la comuna de Ibáñez.

Es relevante en definitiva la figura de Honorato como hombre íntegro de la zona, pionero inagotable, poblador aguerrido, preocupado de la cultura y el conocimiento, campesino innovador, baste decir que fue de los primeros en sembrar trigo en esas latitudes. Sus huellas son profundas, su solaz y su alcurnia de campesino también, por eso, la cantinela es un verdadero epígrafe que lo refleja en toda su magnitud:

“Esta huella que canta, no está domada, la encontré en una estrella, de madrugada…”


            LA CASA DE LOS MEDINA EN EL SALTO.

             Los padres de Sofía eran Norberto Muñoz y Carmen Cárcamo Mayorga. Llegaban de Chiloé al despuntar el año 29, ese año pasó por Coyhaique de a piecito, en dirección a la Argentina, rodeada de pampas y calafates. Iba a ver a una hermana casada que vivía allá. Acompañada de su padre, se vinieron a pie desde Puerto Aysén, sin chistar, viendo pasar las distancias a su lado, por horas largas y tediosas, y un frío que les calaba los huesos.

            Esa nada de Coyhaique, era una huella rodeada de pampas y faldeos, unos arbustos tupidos de calafates, y el incesante ulular del viento. Todas aquellas noches alojaban en los límites porque era la única forma de pasar buenas noches. Eran noches intensas, con ráfagas de viento y oscuridad total, con los cantos de los búhos y el rezongar de los zorros. Eran jornadas indecibles, llenas de presagios y albures. Doña Sofía Muñoz tenía entonces 21 años y era buena moza, agraciada y juvenil, pretendida por muchos hombres.

Al llegar adonde su hermana que tenía finca en Río Mayo, la vida les fue cambiando fundamentalmente, especialmente a ella, que pronto observó la presencia de Daniel Medina, compadre de su hermana, quien vivía cerca del pueblo. Aquel hombre sería su marido, un calificado campero de ovejas y troperías. Se casaron el 17 de noviembre de 1930 y tuvieron nueve hijos. Comenzaría entonces la vida de trabajo junto a su hombre. Y cuando dispusieron de un mediano capital se precipitaron al viaje hasta el valle, con intenciones de comprar una casa propia en una tierra particular, necesaria para la vida.

            Cuando enfilaron los ojos para Coyhaique, se decidieron comprar en El Salto, al lado del puentecito, la casa vieja de Timoteo Jara, quien les vendió los adelantos por allá por 1936, un  lugar muy conocido a orillas del antiguo camino, saludando a medio mundo que pasaba generalmente a echarse un par de mates antes de proseguir viajes. Era y sigue siendo un emblemático espacio que refleja con bondad el paso de los años y la detención del tiempo. Seguramente en ese lugar hubo fiestas y carreras, apuestas y jarana,  comunidades campesinas alentadas por el presente .

            La señora Sofía decidió dedicarse a la tierra e hizo huertas, amparándose en la paz que la rodeaba y dispuesta a observar las distancias frente a los inviernos crudelísimos, especialmente aquellos llovedores y nevadores, con cabalgaduras cruzando a nado, el puente con dos débiles tablones que ya se caían y la urgencia de unas crecientes que jamás se pudieron olvidar por lo despiadadas y agresivas.

            Viviano, Daniel, Beatriz, Estela, Héctor, Isolina, Natter, Dante fueron sus hijos criados en esta casa de de dos pisos, una invitación a tradicionar en busca de los fantasmas de quienes ya no están y que les persiguen en los recuerdos, una casa abandonada y triste, que tal vez vio llegar a mucha gente y vio venir grandes tiempos, quedando todo en el más recóndito pretérito, situaciones de la vida enredadas entre el llanto y la carcajada.


          CANALES, EL CARABINERO DE LA CALLE LILLO

Quien nos contara ricas historias de forajidos fue el carabinero Florín Canales, el mismo que vivía en calle Lillo, donde lo fuimos a buscar para que nos hable de su vida en un testimonio espectacular. Llegó a la provincia en mayo de 1931 haciendo lo posible por no quedarse. Pero su historia cuenta que lo asignaron con un sueldo mayor que el que ganaba, y eso fue suficiente para él. En verdad, todo era agresivo en Aysén, el clima, la selva cerrada donde tenían que ingeniárselas para seguir avanzando a caballo, provistos de brújulas, durmiendo en plena cordillera con manta y capote.

Trabajé como guardia de Palacio en la Moneda, de allá me asignaron a Aysén, trabajos muy distintos por supuesto. De la comodidad y la holganza me pasé al infierno.No tenía por qué haberme movido de Santiago, pero en esto de ser carabinero hay una diferencia muy grande con los administradores públicos. Hay que acatar todo lo que significa una nueva destinación, sin preguntar nada.

Este singular carabinero nacido en Nirivilo se quedó en Santiago y pronto integró la guardia de la presidencia, en pleno Palacio de la Moneda. Aquel año de 1931, un contingente de carabineros jóvenes viajó hasta acá trayendo un grupo de relegados políticos. A cargo del grupo venían hasta Aysén 16 individuos de tropa, dos cabos, un subteniente y un viceprimero. Canales venía con el grado de Cabo Segundo y a las cuatro en punto de la tarde hicieron su entrada en barco a Puerto Aysén, donde una Banda de Carabineros recibía a todos los viajeros con música y fiestas, una de las poquísimas diversiones que tenían entonces los pobladores del puerto. El mismo año, Florín Canales era asignado a la Primera Comisaría de Coyhaique Bajo, creemos que en aquella que funcionaba arriba en la Estancia de la Escuela Agrícola. No pasarían muchos años cuando ya era trasladado hasta Palena, en un viaje a caballo que duró quince días completos, cuatro por territorio chileno y once por territorio argentino. Cada carabinero debía preocuparse por sí mismo de su cabalgadura, de la alimentación, su buen forraje diario que corría por cuenta de cada cual, algo bastante curioso pero que era una señal de las crisis que se vivían durante aquel mal recordado gobierno del general Ibáñez del Campo. Ustedes se imaginarán la paciencia de estos viejos carabineros, la mayoría de los cuales ya no existen. Para ir al Baker eran tres días hasta Balmaceda y Portezuelo y desde ahí a territorio argentino hasta llegar a la tenencia de Baker, ya sea para atender problemas de juicios civiles cuando se iba al sector del lago, o en busca de correspondencia a la tenencia de Río Cisnes cuando se trataba de viajes al sector norte.

Nosotros acatábamos nuestras comisiones, y no nos importaba mucho porque era el cumplimiento de un deber. Había que rezar, teníamos el cuero duro, la mente fría para aceptar tamaños trayectos. A muchos se les acabó la audición, quedaron sordos para siempre porque el frío era insoportable y los oídos se resentían. Otros sufrieron congelamientos, otros veían visiones y hubo que internarlos.

Había que alojar la mayoría de las veces en pleno campo. Y para protegerse de las bajísimas temperaturas disponían de la manta, el abrigo como capote, la manta de agua y la manta de castilla. Los antiguos carabineros debían dormir en pleno campo, en el suelo, junto a la fogata y a su caballo, poniendo la manta del pelero del caballo que se tapaba encima y la montura sobre los pies para superar el intenso frío. Aquella vieja comisaría era un rancho mal hecho donde se hacía de todo, atender gente, escribir en una antigua máquina y hasta alimentarse sobre el escritorio.

––Era un retén con cuatro piececitas no más. Estaba el almacén, la sala de armas, la oficina y la cocina ––comentaba don Florín Canales. Y en aquellas antiguas comisiones, todo carabinero tenía la más importante misión que era aguantar a como dé lugar la brutal forma de vida de la Patagonia.

Cuando estábamos en Palena, por ejemplo, teníamos que ir a buscar los víveres a Trevelín, Argentina, estando siempre de acuerdo con la policía argentina para todos estos trámites que necesitaban ciertas facilidades. Ya se sabía que entrando de Puesto Viejo ya se estaba prácticamente en territorio argentino y en dos días con pilcheros se realizaba el trámite. Ningún otro negocio de venta de provisiones existía entonces en Palena.

Eran los días en que la superioridad tuvo que contratar al famoso Domingo Zambrano para que asumiera las funciones de eliminación del cuatrerismo, un hombre que inspiraba respeto, sin duda, ya que todo el bandidaje se replegó hacia la Argentina. En Balmaceda en aquellos años, un cinco por ciento de los difuntos del cementerio de Balmaceda habían muerto de muerte natural. El resto por asesinato. Otros detalles importantes para don Florín eran justamente los funestos días de cuatrerismos en el territorio, donde carabineros jugó un papel preponderante. Destacaron varias comisiones a su haber, pero una principal, que fue la que ya existe en nuestras primeras crónicas, sobre el bandido Soto. Las historias viajan a través de varios detalles, como atender partos urgentes, asistir a las faenas de la Estancia Ñirehuao, justo cuando ocurrió el derrocamiento de Ibáñez, vigilar las faenas del camino a Puerto Aysén y asumir funciones con Lancaster en la Estancia Baker. Un gran resumen de la vida de este inolvidable carabinero que vivió muchos años en la calle Lillo de nuestra ciudad. 


EL FIN DEL VAPOR COYHAIQUE Y SU NAUFRAGIO EN PLENAS COSTAS DE AYSÉN

Cuando el último capitán del Coyhaique, mister Merckens asume el gobierno de la nave por los canales del sur, nunca se imaginó que su dilatada y honrosa hoja de servicios de más de 35 años iba a mancharse con el naufragio del barco que él comandaba. Lamentablemente Merckens no pudo disfrutar jamás de su jubilación. Le quedaba sólo un mes para lograr el trámite y estaba feliz y radiante aquella madrugada cuando zarpara con su nave desde Puerto Montt. La rutina le permitió reflexionar profundamente sobre su trayectoria. Horas y horas en calma frente a un mar tranquilo, que sólo le enfrentaba a desasosiegos al enfilar por el canal de Moraleda y el golfo Corcovado. Nada más. El resto, simples maniobras de atraque o zarpe.

Lo que ocurriría el 2 de Enero de 1942, echaría por tierra todo lo que había logrado. Iba a comenzar uno de los viajes de exploración tan característicos del capitán Merckens, donde probablemente aquel espíritu apacible de marinero se hubiera ido forjando a hierro frente a la calma de los sectores de la Patagonia.

El inesperado hundimiento del vapor Coyhaique, conocido barquito que pertenecía a la Ferronave, al igual que el Trinidad, constituyen un testimonio penoso de lo que fuera aquel buque, recordado por varias circunstancias especialmente el hecho de que fuera el único barco que ofreciera espléndidos comedores a bordo para solucionar expectativas de conspicuos grupos de empleados públicos e ingleses administradores de estancias que le preferían por entre los otros. No hay que olvidar que el barco ostentaba uno de los lujos más privativos de la época, un espléndido piano en sus salones que hacía más placentera la larga jornada de navegación.

Se comenta todavía las fiestas y veladas sociales que sobre la cubierta del Coyhaique se celebraban cada vez que efectuaba un viaje desde Puerto Montt. Curiosamente, sería el mismo Trinidad el que continuaría luego la senda abierta por este lujoso barco.

Pero lo que sucedió en 1942 con el vapor Coyhaique dejó a todos con la boca abierta, al encontrarse en su segundo día de expedición en el sitio correspondiente al tramo Puerto Montt Aysén, seguramente en un lugar cercano a las costas de Chiloé.

El relato contiene la idea de que los pasajeros del Trinidad, que viajaba rumbo a Aysén, anclaron sin haber llegado a puerto alguno, lo que significa que algo extraordinario e inesperado debe haber sucedido. Y sin duda así era. Al salir a cubierta la mayor parte de los escasos pasajeros, divisaron a exiguos cincuenta metros de la costa al precioso vapor Coyhaique varado sobre una gran roca ubicada delante de una islita, lugar que da para pensar en Puerto Raúl Marín Balmaceda o Melinka.

Justamente, cuando ocurre el percance de del varamiento, el Coyhaique quedó detenido a la espera de que algún otro barco pasara por ahí y se pudieran transportar a los pasajeros antes de que comience a hundirse. La quilla se veía bastante dañada y su inclinación anunciaba peligrosamente que el final estaba muy cercano.

El vapor Trinidad había zarpado dos días antes desde Puerto Montt y se dirigía a Puerto Aysén. Entre sus pasajeros venía el explorador Augusto Grosse, quien había conseguido con mucha dificultad que el nuevo Gobierno le apruebe fondos para iniciar una exploración ya comenzada en el sector de Río Blanco, cercano al lago Riesco. Venía quejándose de que los cambios de gobierno retrasaban sus expediciones, debido a la burocracia que exige la asunción de nuevas autoridades. Cuando una veintena de pasajeros abordó el Trinidad, el vapor colapsó su capacidad. El Coyhaique había encallado justo a la medianoche con plena marea creciente y estaba alcanzando su nivel más bajo, con la hélice totalmente fuera del agua.

Ello hacía temer por su integridad, ya que en cualquier momento iba a  volcarse y a hundirse inevitablemente, por lo que todos los pasajeros fueron derivados al Trinidad, incluso su capitán, quien en un supremo esfuerzo envió a su tripulación a un último esfuerzo para zafar al vaporcito de su encallamiento. Durante la noche, con marea alta, se intentaba el último esfuerzo, sin resultados. La tentativa dejaba tan rendida a la tripulación que a las siete de la mañana todo había quedado echado a la suerte.

Estaba lloviendo aquella madrugada cuando los tripulantes, agolpados en los botes salvavidas, atentos a cualquier maniobra final, empapados y atribulados, observaron cómo la nave crujía en un último intento desesperado por quedarse en la superficie, se inclinaba a babor y se deslizaba en un movimiento final, engullida por un gigantesco remolino que la expelía hacia el fondo del mar, despareciendo en cosa de segundos.

Con la desaparición del Coyhaique, la Ferronave había a perdido una de sus mejores unidades. La historia consigna hasta ahora los nacimientos y las trayectorias de nuestras naves, pero no sus muertes. Hoy hemos conocido la de uno, al menos. Nos quedan varias.


JOSÉ ANIBAL TECA, DE CHADMO

Había surgido un viaje a Puerto Chacabuco cuando tuve la oportunidad de conocerle en 1988. Se llamaba José Aníbal Teca y contaba con 107 años de edad cuando le descubrí. Provenía de San Juan de Chadmo y se había quedado para siempre en el sector de Chacabuco, adonde había llegado en 1926 para armarse de tierras y abrir las selvas. Sus frases buscaban siempre los antiguos estertores de la vida, donde se quedó solo enfrentando a ninguna cosa, a ningún poblado ni grupo que le acompañara. Era aquello un espacio feroz e irresistible, un lugar sin puertos de atraque, y sin referencias notables para ubicarse. Don José comenzó entonces a pensar en medio de su soledad, ya que en aquella parte no había nadie, todas las primeras operaciones habían sido establecidas en la parte de Puerto Aysén. Debería entonces el pionero enfrentarse solo al despeje de selvas para intentar armar picadas con envaralados que le vayan encaminando penosamente hacia el puerto principal. No tenía vecinos, no había animales, escuchaba sonidos a lo lejos de quién sabe qué grupo de pioneros como él, lidiando contra los avatares de la selva.

La selva. Prodigioso campo de batalla para los hombres que llegaban, fragorosas fogatas para el despeje que crecían en la noche y se extendían por meses, por semanas. Eran don José que quemaba y quemaba el tepú, el ciruelillo, los lengales y coliguales. Se hizo amigo de dos hombres a los que trajo para que le ayudaran. Y mientras el viento del Pacífico seguía envolviendo las selvas sin detenerse jamás, José Aníbal Teca respiraba junto a sus compañeros los aires de las extensiones, sin saber de descansos o relajos, de diversiones, de solaz. Era poco lo que en realidad le llamaba la atención, fuera de las hachas, las palas, los machetes, siempre limpiando campos y selvas, siempre estando ahí, junto a sus ayudantes, jóvenes como a él mismo, aunque con diferencia de algunos años. Una de los detalles lindos que guardo en mis grabaciones es cuando me dice que el chasqueo fuerte de los metales de sus herramientas reverberaba a través del eco de los bosques oscuros.

Cierta tarde de verano se escuchó cerca de su rancho, a orillas del mar de Chacabuco, el ruido de un motor en lontananza. Era el el mismísimo intendente Luis Marchant González que venía a visitarlo. Ya había sabido de su presencia. Y como Teca no había tenido noción del tiempo, supo que había llegado el año 1928 y que Puerto Aysén se había fundado. La primera autoridad iba acompañada de dos ingenieros y un escribiente, para hacerle entrega oficial de las tierras que él mismo se había ganado. Pero Teca rechazó aquello, respondiendo que esas tierras que iba a recibir no le servían para nada y que ya había elegido las suyas, 90 hectáreas cerca de los montes en la parte sur oriental.

Tiempo más tarde el connotado vecino Augusto Holmberg lo andaba buscando para contratarlo en sus faenas de aserreadura en el sector de Puerto Cisnes, sabiendo de su capacidad y talento para este tipo de trabajos. Estuvo ahí más o menos un año y hubo de regresar a sus tierras de Chacabuco porque acababan de empezar las llenas que todo lo destruían. Los riesgos de la vida de playa eran evidentes. El tiempo se iba acercando, mezclándose con las faenas de talaje de coigües, la recolección de varas de ciprés y las faenas de pesca. Las orillas del mar le proponían a Teca un profundo acercamiento a la idea de sentirse dueño absoluto de esos espacios que constituían para él una especie de zona sagrada, de reino intocable. Incluso la nieve que caía en aquellos días le provocaba muchos problemas. Era una nieve exigua y diminuta que se iba mezclando con el fuego de los roces y las altas olas del mar en medio de una rada serena y exquisita.

Sin darse cuenta, el espacio creado por sus manos comenzó a llenarse imperceptiblemente de las visiones de las chalupas y lanchones con gente que venía y regresaba. Vio llegar a muchos como él que luego escribirían gloriosas páginas de iniciaciones. Los comerciantes de la primera Puerto Aysén, don Rudecindo, el patriarca inmortal, los árabes, los chilotes, los chillanejos y los argentinos. Todos le buscaron y todos le visitaron tratándolo con respeto. Sabían que era el baqueano, el señor de las tierras de Chacabuco que antes habían sido selvas, el más experto en cosas de territorios que a la postre se transformaría en el principal puerto de la provincia.

Cuando fui a su casa en el lodazal profundo del páramo, donde jugaban a encontrarse las tembladeras verdes del musgo mojado con las entradas dulces del agua del mar cercano, me pareció que en cualquier momento se iba a ir don José Aníbal, especialmente cuando los jadeos y sus respiraciones entrecortadas anunciaban un mal de insoportable presencia, quizás sus pulmones, acaso su corazón… pero daba miedo estar ahí mientras desfilaban por sus lerdas expresiones todas las imágenes de ese tiempo que volvía a estar cerca nuestro mostrando el vigor del recuerdo y el respeto por esas cosas iniciadas hace un siglo en Puerto Chacabuco.

José Teca marcó huellas profundas, llenas de dolor y lejanía, las más ancianas, las más tardías y transparentes. El que se entregó por entero a abrir selvas y a legarnos el ejemplo de sus propias conquistas.

 

Comentarios

  1. Dar gracias por colectar tanta historia de esfuerzo y valor con ganas de saber más de los valientes colonos

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