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Vida, pasión y muerte del doctor Alejandro Gutiérrez



Gloria y Alejandro Gutiérrez Andrade parecen pertenecer ya a un suelto de olvidos del Coyhaique solo, montaña arriba por sitios que hoy están plagados de calles y tejidos urbanos de grandes dimensiones. Ella nació en Quirihue, cuando su padre se manejaba por esos lugares, antes de que fuera Director del Hospital Siquiátrico de Santiago. Su padre era médico y se llamaba Alejandro Gutiérrez.
Es una vida muy especial la que tienen ambos hermanos entre los inviernos verdaderos y su paso por una niñez coyhaiquina con treinta grados bajo cero, cuando deben movilizarse a caballo por el fango hasta la escuela que queda a diez cuadras y que alberga indistintamente a chicos de campo y de ciudad, en el edificio que existe en calle General Parra frente al edificio viejo de la farmacia Vidal, en una jornada con almuerzos y en un horario de 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde con raciones justas, la directora Elsa Esterio Carrera y la profesora Nené Vidal, a quien conocimos muy de cerca y que vimos por última vez en Santiago cuando andaba yo por ahí de la mano de Arturo Barros y esa locura contagiosa de la música y la poesía. 
Coyhaique es un despoblado con pocas casas pero todas calefaccionadas, algunas entreveradas por las distancias que, aunque pequeñas, sirven para rabietas y contrariedades, especialmente cuando llegan las carretas que traen leña y mercaderías, y se produce ahí una verdadera conmoción pública, con los carretones de agua que avanzan por medio del barro a los gritos de los vendedores domiciliarios.
El padre vive ausente, y esa ausencia sirve para aprender rápido lejos de tutores apresados laboralmente. Hablar del doctor Gutiérrez como una verdadera autoridad de la medicina de aquellos tiempos difíciles, es referirse en todo lo que vale a un hombre absorto en sus afectos hacia la gente. Siempre está en su Toribio, cariñoso apelativo de su auto último modelo con motor V-8 lleno de ruidos y neumáticos angostos y duros, el que casi siempre se queda en pana por las bajas temperaturas. Gloria acompaña a su padre a las visitas lejanas o cercanas, porque sin hospital es difícil no quedarse cuidando a los enfermos domiciliarios, especialmente si tienen enfermedades graves que requieren de la presencia de un médico por horas y que a veces hasta se queda a dormir en la casa del enfermo. Gloria despliega una carta familiar donde Gutiérrez describe los momentos de sus visitas: “Los extraño a la distancia, los echo de menos, no se preocupen, porque estaremos juntos nuevamente en unos 4 ó 5 días”.
A la vuelta de la casa que levantaría después Gutiérrez, un chalet maravilloso frente al actual Hostal Bon, hay una casita humilde y pequeña con ocho camas para atender enfermos, la posta de primeros auxilios, que todos llaman en ese tiempo el Hospital de Coyhaique y que tanto Gloria como Alejandro se complacen visitar para ver a papá trabajando con gente enferma, cumpliendo misiones hasta la frontera a caballo, acompañado por escoltas de carabineros y también de la señora Aída Andrade Fuentes, su abnegada esposa, que hace las veces de paramédico familiar. Además de ella, está la matrona, dos practicantes y un mozo asistente que no se despega de su lado. 
Cuando mi papá nos contaba que a los pacientes tenían que amarrarlos a la cama para iniciar una operación sin anestesia, era difícil de creer. Pero mi papá no creo que nos haya dicho mentiras —explica Gloria entornando ojos. Es muy comentado el caso de una distinguida vecina que viaja a Santiago a operarse pero el especialista de allá no lo encuentra necesario ni posible, menos el de Puerto Aysén que rechaza tajamente la posibilidad. Pero Gutiérrez encara la operación con los mínimos elementos y todo sale perfecto. Las cartas entre el médico y su esposa Aída constituyen verdaderas fuentes literarias para armar un entorno de magníficas proyecciones. Ahí se expresan en toda su magnitud las verdaderas odiseas vividas por el galeno.
Gutiérrez llega un día a Coyhaique y se queda para siempre aquí. En una epístola también aparece la mención: “Quiero quedarme para siempre en esta tierra y morir aquí y que me entierren aquí”. Desgraciadamente el recordado médico morirá joven, por molestias estomacales tempranas que no se trata nunca por porfía y tozudez, aduciendo pacientes pendientes y que se pueden agravar. Una tarde siente dolores mucho más fuertes que los habituales, y le avisa a su ayudante que se va a acostar en una camilla para ver si se le pasaba. Quince minutos más tarde le grita: “¡Tengo apendicitis aguda que puede derivar en peritonitis. Por favor, opérame, yo te voy diciendo cómo lo hagas!”. Su ayudante se hinca junto a su lecho y le pide que no se lo pida, que solo no se atreve porque lo matará. Gutiérrez, sin embargo, afirma categóricamente que si no lo operaba, se moriría en breves horas. Al rato llega su esposa acompañada de las autoridades del pueblo y se dan cuenta de la realidad, pone el ejército un camión con personal para llevarlo hasta Aysén donde lo espera Rebolledo para operarlo…si es que llega. Pero no llegó. Esa tarde y esa noche nevaba copiosamente en Coyhaique. Era el invierno de 1946.

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