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Primeras vivencias desde el grupo escolar de la calle Prat



La escuela tenía catorce salitas con sillas de colores impregnadas de un aroma frutal de cera líquida y esencias de profesoras. Me divisé a mí mismo integrado a la ronda con las mujeres en el patio trasero, observando quedamente esos enjambres de cabellos y labios dulces, quedándome en ese patio prohibido y disfrutando ya a mis cinco años. Pensaba que ahí se estaba bien, poco amenazado por el martirio de los ruidos, absolutamente protegido en el regazo colectivo de las chicas que me miraban con ojos inofensivos. 

Ahora que lo recordaba, pude haberme quedado ahí, pero probablemente no estaba permitido. Un día me llamaron al otro pabellón y me llevaron, abandonando para siempre ese patio trasero. Nunca les pregunté el nombre ni hablé con ellas. Sólo estaba ahí esperando por sus rondas, sus bailes, sus risas, y que una mano o más me sacara a la pista para merodear infinitamente por los cantos y los corros y unas manos blancas que me atraían.

En la sala pintada de colores es posible que nada haya sido tan inolvidable como el aroma de la tinta Stephens que destilaba desde las puntas redondas de las plumas R. El frasquito de tinta lo repartía la profesora apenas entrábamos y nos sentábamos armando las plumas fuentes con diligencia y expectación, mientras la profesora avanzaba por cada mesita para dejar instalado el frasquito con la tinta que lo hacía caber justo en un agujero de la esquina de la mesa. Cuando sacaban la tapa rosca, el efluvio era perfecto para mí, un aroma inquieto y agitado como si empezara entonces un largo viaje, un hedor básico y atrayente que me provocaba pensamientos rápidos más allá de la sala, llevándome bruscamente de ahí para dejarme caer sobre las escenas e ilustraciones de los cuentos y los cuadernos tan limpios y vistosos. Por eso me agradaba la idea de estar en esa sala, aunque no hubiera nada que decirle a nadie, esperando aquel momento mágico en que la profesora anunciaba primero repartición de plumas fuentes y luego de tinteros pequeños y muy negros. Aquello nos provocaba a todos una felicidad indescriptible.

Transcurrieron seis largos meses y el hedor del perfume de la sala se hizo familiar, pasando a constituir parte de nuestra esencia de los niños cavilantes. Juntos, por primera vez desfilaban ante los ojos inquisitivos las geometrías del mundo y sus dádivas y agasajos. Todo iba imperceptiblemente creciendo, los juegos salían de todos los rincones y se instalaban en los músculos y los espantos. Pronto el lenguaje nos induciría a otra comprensión, distinta en todas sus aristas, con luces que parpadeaban solícitas frente a su imaginación desbordante de una sala de clases que con el tiempo comenzó a hacerse más y más pequeña, sobre todo cuando acudió por primera vez el silabario del ojo y todo lo que ello implicaba para nosotros.

Fue aquel silabario de Dufflocq que nunca jamás pude apartar de mi mente desde el mismo momento que comencé a tocarlo con la yema de los dedos y a pasarle por las páginas nuevas la mano tierna, a tratar de alcanzar con la piel esas flamantes imágenes que ahora regresaban: el enano duende trayendo desde alguna parte un libro grueso con un farol sobre una carretilla; el negrito y su amiga negra encaramados al podio de las vocales, acompañados de un pato y un perro, el ala, la pipa, el dado, el dedo, la cama, objetos prodigiosos que se revolvieron siempre en torno a los minúsculos universos, pero sobre todo ese ojo de lechuza, inmensa atalaya, redondísimo como un sol, inquisitivo e intenso, el ojo mágico que invitaba a seguir conociendo, mirando, buscando.. No había que seguir mucho tiempo escudriñando los retazos de ese tiempo para encontrarse cara a cara con la primera prueba de conteo, con los diez pájaros en diferentes posiciones dentro y fuera de una jaula, el famoso mono enojado tras los barrotes, las artísticas manos juntas en posición de descanso, la ardilla feliz cola parada, el preso triste y resignado, el niño escapando de la gallina clueca, los gitanos armando sus carpas, el gigante tendido con alguien en la palma de su mano, las insólitas escena de los niños que cavan un  hoyo en la tierra para encontrar pan y la cabra junto al lobo antes de cruzar un puente. Todas esas imágenes se han vertido por años en el alma de todos, no sólo de nuestro grupo, sino de otros muchos grupos, llevándonos de viaje otra vez por la fantasía y la evocación. Nadie conocería nunca a Dufflocq, el autor del silabario, y sin embargo, tener el silabario el primer tiempo y luego intentar esas primeras lecturas del final era como si siempre hubiera estado con ellos, desde el primer momento de llegar a la escuela blanca con el patio de adoquines en el caótico devenir de las mañanas con ruidos inconmensurables y advenedizos de ese mágico pasillo de terracota.

De ahí en adelante la casa natal fue cambiando, lo mismo los perros, la hermana, la Tá y los papás, los vecinos, la Chayo, la gente que visitaba y a la que íbamos a ver, el Chemil y Santiago que llegaban a la casa vieja de la calle Freire y se quedaban ahí por semanas. Todo parecía tener en ellos un nuevo significado desde el mismo momento en que el mundo se circunscribía a descubrir las cosas que leía en los libros, los nuevos significados que le permitían escalar por nuevos rumbos, las armazones sintácticas que empezaban por primera vez en el invierno de 1954. ¿Quién no tiene una historia que contar de sus primeros pasos por los cuadernos y los libros del primer año de básica? A usted, ¿le queda memoria para recordar sus días de kinder?


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