En la sala pintada de colores es posible
que nada haya sido tan inolvidable como el aroma de la tinta Stephens que
destilaba desde las puntas redondas de las plumas R. El frasquito de tinta lo
repartía la profesora apenas entrábamos y nos sentábamos armando las plumas fuentes
con diligencia y expectación, mientras la profesora avanzaba por cada mesita
para dejar instalado el frasquito con la tinta que lo hacía caber justo en un
agujero de la esquina de la mesa. Cuando sacaban la tapa rosca, el efluvio era
perfecto para mí, un aroma inquieto y agitado como si empezara entonces un
largo viaje, un hedor básico y atrayente que me provocaba pensamientos rápidos
más allá de la sala, llevándome bruscamente de ahí para dejarme caer sobre las
escenas e ilustraciones de los cuentos y los cuadernos tan limpios y vistosos.
Por eso me agradaba la idea de estar en esa sala, aunque no hubiera nada que
decirle a nadie, esperando aquel momento mágico en que la profesora anunciaba
primero repartición de plumas fuentes y luego de tinteros pequeños y muy negros.
Aquello nos provocaba a todos una felicidad indescriptible.
Transcurrieron seis largos meses y el
hedor del perfume de la sala se hizo familiar, pasando a constituir parte de nuestra
esencia de los niños cavilantes. Juntos, por primera vez desfilaban ante los
ojos inquisitivos las geometrías del mundo y sus dádivas y agasajos. Todo iba
imperceptiblemente creciendo, los juegos salían de todos los rincones y se
instalaban en los músculos y los espantos. Pronto el lenguaje nos induciría a otra
comprensión, distinta en todas sus aristas, con luces que parpadeaban solícitas
frente a su imaginación desbordante de una sala de clases que con el tiempo
comenzó a hacerse más y más pequeña, sobre todo cuando acudió por primera vez
el silabario del ojo y todo lo que ello implicaba para nosotros.
Fue aquel silabario de Dufflocq que nunca
jamás pude apartar de mi mente desde el mismo momento que comencé a tocarlo con
la yema de los dedos y a pasarle por las páginas nuevas la mano tierna, a
tratar de alcanzar con la piel esas flamantes imágenes que ahora regresaban: el
enano duende trayendo desde alguna parte un libro grueso con un farol sobre una
carretilla; el negrito y su amiga negra encaramados al podio de las vocales,
acompañados de un pato y un perro, el ala, la pipa, el dado, el dedo, la cama,
objetos prodigiosos que se revolvieron siempre en torno a los minúsculos
universos, pero sobre todo ese ojo de lechuza, inmensa atalaya, redondísimo
como un sol, inquisitivo e intenso, el ojo mágico que invitaba a seguir
conociendo, mirando, buscando.. No había que seguir mucho tiempo escudriñando
los retazos de ese tiempo para encontrarse cara a cara con la primera prueba de
conteo, con los diez pájaros en diferentes posiciones dentro y fuera de una
jaula, el famoso mono enojado tras los barrotes, las artísticas manos juntas en
posición de descanso, la ardilla feliz cola parada, el preso triste y
resignado, el niño escapando de la gallina clueca, los gitanos armando sus
carpas, el gigante tendido con alguien en la palma de su mano, las insólitas
escena de los niños que cavan un hoyo en
la tierra para encontrar pan y la cabra junto al lobo antes de cruzar un
puente. Todas esas imágenes se han vertido por años en el alma de todos, no
sólo de nuestro grupo, sino de otros muchos grupos, llevándonos de viaje otra
vez por la fantasía y la evocación. Nadie conocería nunca a Dufflocq, el autor
del silabario, y sin embargo, tener el silabario el primer tiempo y luego
intentar esas primeras lecturas del final era como si siempre hubiera estado
con ellos, desde el primer momento de llegar a la escuela blanca con el patio
de adoquines en el caótico devenir de las mañanas con ruidos inconmensurables y
advenedizos de ese mágico pasillo de terracota.
De ahí en adelante la casa natal fue
cambiando, lo mismo los perros, la hermana,
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