Alfonso Almonacid era un viejo de los buenos. Tranquilo, reposado y
cauteloso. Sabía establecer las medidas de su comunicación, y entendía
profundamente la vida de esta tierra de hace cincuenta y tantos años. Por eso,
lo que nos contó se tradujo en magia y en sorpresa, un puñado de palabras
apersogadas al encanto del tiempo que comenzaba a regresar.
Era oriundo de las llanuras pintorescas de Cochamó, desde donde se
había venido inmediatamente después de haber cumplido 31. Era pues un hombre
madurando, uno de esos tipos ansiosos por seguir descubriendo el mundo que le
ofrecía el azar de una juventud inviolada, plena de acertijos y misterios y
muchas puertas que se abrían solas con sólo pensarlo. El mismo lo decía: era lo
mismo pasarse de una cordillera a otra.
Estimamos que algo muy indefinido se le mantuvo siempre al lado a don
Alfonso cuando desembarcó en el Aysen en Enero de 1935, sobre el muelle para
aguas profundas del Puerto Piedra, luego de abandonar las incómodas butacas de
madera vieja del vapor Laurencia.
Cuando comenzó a dar los primeros pasos para conocer esta parte de la
tierra, le llamó poderosamente la atención un marcado argentinismo que se
respiraba en el aire, profusa cantidad de vestuario gaucho y lujos de la pampa,
con tiradores, rastras y facones de primera categoría. Me habré equivocado de
país ––se atrevió a pensar. Pero el tiempo le daría una respuesta rotunda,
relacionada con el sentido de la pertenencia que otorgaba a las gentes de estas
tierras la marcada y original manera de pasarse para este lado de los
colonizadores trayendo sus costumbres atadas a los tientos.
Una vez que se percató de todos los detalles posibles, y en el
prudencial tiempo de una semana, don Alfonso endilgó pasos al sur, el
gigantesco territorio del Baker con sus infinitas extensiones de pampa y sus
cotizados trabajos de carpintería en la Estancia del Baker. Por eso, se olvidó
muy pronto de la dificultad del viaje, de la penuria de peludiar sin descanso, comenzando a trabajar
bajo las órdenes del incontestable Esteban Lucas Bridges, paladín de
administradores en las tierras del neneo.
Los acontecimientos de Bajo Pisagua, los sucesos de Tortel y el
cementerio de cruces, acontecimientos que fueron divulgados y conocidos públicamente
a través de programas radiales nuestros hace 15 años atrás, gracias al generoso
aporte de Peter Hartmann, quien estuvo con los protagonistas en la selva
––Sandoval y Chodil––, revelan de qué forma una organización casi perfecta
puede ser desarmada por detalles abominables, tal como ocurrió con los
asesinatos a sangre fría a chilotes rebeldes o la desaparición de documentos y
gente por medio de incendios intencionales.
Mientras reflexiona don Alfonso, hay algo que flota en el ambiente,
como trozos de violencia agazapada, restos de naufragios que regresan, jirones
de tiempo enterrado bajo las selvas, sonidos sordos de lamentos que acuden a
rebelarse.
Tiempo después, Alfonso Almonacid se haría cargo de una importante
obligación para aquel Coyhaique del pretérito. Sería uno de los primeros
funcionarios pagados de la Caja de Ahorros que funcionaba en calle General
Parra esquina Prat en 1941.
La casa, que se mantiene igual hasta nuestros días, la construyó junto
a varios otros carpinteros, y era de propiedad de Alberto Brautigam Lühr, quien
le cedería en arriendo la propiedad a la Caja de Ahorros en la suma de 400
pesos de la época. Una casa histórica que luego albergaría en sus generosos
espacios las oficinas de la Aduana, cuando estaba el funcionario Quinteros como
Jefe.
“No había cabida para hombres
flojos y mujeriegos en este lugar, aquí todos tenían la mente fija en el
progreso. Al principio construí mucho, y poco a poco me empecé a interesar en
el contacto con los jefes, con los administradores, con la gente sabia que
venía de Europa y que traían ideas excelentes para que esto progresara. Después
me fui al Baker”.
Según las reflexiones de Almonacid, ninguno de los funcionarios de
aquel tiempo podía sentir gratitud por el gobierno de turno, debido a que no
había ninguna generosidad, ningún incentivo ni apoyo por parte del aparato
estatal que les haga sentirse verdaderos chilenos.
Todo esto fue hecho a puro ñeque ––comenta––, una comunidad unida por
el propio esfuerzo colectivo, con un pueblo de Coyhaique que se formó como una
gran familia, unida por la amistad verdadera y la solidaria participación de
todos por igual, sin retacados. Todos se conocían unos a otros, los espacios
eran especiales, restringidos a la intimidad, la calle era un gran hogar donde
se manejaban buenamente los carnavales y las fiestas.
Alfonso Almonacid fue un hombre que llegó demasiado tarde a la tierra
nuestra, en aquella primera legión de empleados públicos en medio de la nada,
pero rodeada de un caudal de voluntades. Su virtud fue haberse convertido en un
símbolo de los primeros empleados públicos en medio de una soledad que aún se
recuerda.
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