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Los Penecas del correo de la calle Condell


Más de una vez he comentado con ustedes los placeres de las primeras lecturas en medio de una ciudad silenciosa y tediosa, donde la soledad tenía marcas registradas y para poder acceder a una revista o libro debíamos esperar que llegaran los barcos a Puerto Aisén. La blanca sala de recepción de las encomiendas nos esperaba en la casita de cemento de la calle Condell, donde más tarde se instalaría Radio Patagonia. En ese lugar llenos e esperanzas y emociones, Licán Venegas, joven funcionario de correos, nos miraba sonriente alargándonos nuestro impreso recién llegado, que llevábamos volando en bicicleta y lo desarmábamos con vertiginosa rapidez.

Entonces podíamos recién reiniciar la secuencia perdida con los dibujos de Michote y Pericón, o Modesto y Pelusita, cuyas dinámicas y trazos estaban tan bien logrados, que parecía una pantalla que cobraba vida al paso de los ojos. No podíamos resistir los capítulos que venían del indiecito Hayawatha, con el bravo rey Kodoo y sus súbditos, que fundían en un mismo lugar los diálogos de los castores con el indio Kabhai. Imposible olvidar los presagios de muerte del invencible Nasdine Hodja, ambientados en el mismísimo Estambul, con Ben Hussein enloquecido en medio de sus persecuciones de nunca acabar al gran Visir. Ahí estábamos rodeados de los peligros de las decapitaciones, los prisioneros con encierros y cadenas, con palacios suntuosos y danzas en el cielo de luces inefables.

Siempre en las partes centrales de la revista, aparecía la serie S.O.S. Meteoros, donde se nos proponían nuevas alternativas para la imaginación desbordante, surgiendo en el primer plano los ataques de paracaidistas en el Centro Atómico de Saclay con el Estado Mayor en movimiento  y extraños aparatos en el cielo que ya eran los primeros platos voladores. Estaban ahí el coronel Olrick y sus grandes maquinaciones junto al capitán Blake en París. Era situaciones de tal emergencia, que provocaban en nosotros verdaderas alteraciones de nuestra propia libertad. No era posible entender por qué existían neblinas tóxicas por la presencia de elementos que absorben el nitrógeno del aire. Pero ahí en esas páginas todo podía darse normalmente.

Bajo las ilustraciones de Blasco y Walter Lantz  podíamos solazarnos con el clásico Pinocho y el siempre vigente Pájaro Loco en ilustraciones tan bien logradas que por la vista desfilaban detalles imposibles de olvidar, de tan perfectos y logrados. Casi siempre el Capitán Tormenta aparecía en las páginas 14 y 15, en forma invariable. Era su sitial, su zona sagrada, con un coronel Campbell en los palacios de maharajás enfrentado a panteras mortales, a documentos perdidos, a princesas encantadores y a colosales aventuras de las noches hindúes. Vicky y el Lago Fantasma nos llevaban por la magia de las aventuras del capitán Curtis y Hill MacRide que van en busca de un misterioso lago en Africa, enfrentados a manadas de elefantes y búfalos, cebras y jirafas. Mientras el Conejo de la Suerte compartía escenarios con Silvestre y no con Elmer, la figura odiosa de Curro Matamoros proponía aventuras extraordinarias. Mientras, la magia del cinematógrafo se proyectaba a través de la consagración de los arrebatos e intrigas de la vida de Hollywood a través de unas tiras que bajo el nombre de En Escena, lograban muy bien el propósito de hacernos reflexionar sobre la manipulación y la riqueza en torno a las figuras protagónicas de Mary y el viejo Cole, con Arturo el Fantasma Justiciero y Modesto y Pelusita se iba cerrando el telón de maravillosas páginas que corrían en pos de la imaginación. La primera aventura ambientada en un castillo feudal, y la segunda en un hogar corriente de Norteamérica, en un descomedido, juvenil y pelucón adolescente que no dejaba jamás de reir para proyectar sus papeles, rodeado de tres niños muy parecidos físicamente, con los cuales enfrentaba uno tras otro conflicto en la opulenta vecindad y al cual sólo podía detener la formalidad y el buen tino de la mujer, Pelusita. Intercalados a las historietas de cuadros, se dejaban ver enormes palas de textos que recorrían con verdadera aridez las páginas con dibujos, proponiendo sesudas lecturas de dos páginas completas. Allí destacaron las siempre lúcidas adaptaciones de Alicia Morel, los Samurai del Sol Negro, y la Horda de Ki Manchú. Remataban el conjunto El Desfiladero del Diablo y el Batallón de los Héroes.

Bajo las tribulaciones de una soledad casi innata y de una tristeza inhumana, el portalón blanco de la calle Condell nos abría el otro mundo, por donde semana a semana nos abríamos paso por la imaginación y la aventura que nos proponían nuestros Penecas.

 

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