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Una mujer canosa y de gafas negras en medio de la Pampa



Si doña Rosa Cuevas hubiera estado viva hoy, relataría con lágrimas en los ojos y tristeza en el corazón las primeras peripecias que tuvo que afrontar para armarse de una casa, salir adelante con su familia y permanecer por el tiempo que vivió en Coyhaique, la ciudad que la cobijaría para toda la vida. Eran las primeras familias las que se atrevieron a seguir adelante, a pesar de las cunetas de agua que bordeaban los barriales, a pesar de los calafatales del monte en la misma plaza actual, de los inviernos más crudos, sin luz y sin  agua, sin caminos y sin mundos de contactos.

Atiborrada de plenitud, ensimismada en los albores del espectáculo de nacer, Rosa Cuevas, nacida en Lo Miranda en 1907, hija de Dolorinda Droguett Miranda y de Albino Cuevas Pinto, se vino en silencio a quedarse a la Pampa del Corral, acompañando en calidad de empleada doméstica a la profesora básica Anastasia Díaz, mandada a llamar por los administradores ingleses para enseñar en la escuelita básica de la estancia de la sociedad, ubicada en Coyhaique Bajo, la ciudadela de los ingleses de la Compañía Ganadera.Llegaron en carretela en 1929, sin duda por los caminos abiertos de los coironales de la pampa argentina, saliendo desde Lago Blanco o la Estancia Huemules hacia el valle del río Coyhaique. No pasarían dos días cuando ya estaban aquí a la entrada de las sendas por donde los gauchos y los peones acostumbraban a quedarse en torno a los fogatones de la tarde, churrasqueando en torno a una truquiada. En medio de una atmósfera dibujada con potreros mal terminados, canchas de fútbol para los enfrentamientos entre marcarruedas y carabineros y árboles derribados que servían de asientos para mirar las acciones futboleras  de equipos desdibujados pero entusiastas a cargo de la mano hábil de su entrenador Enrique Puppo Landusch, la señora Rosa y su patrona se quedaron en silencio observando esta primera escena que sería la vida que tendrían que afrontar.

“Era muy bonito ver esa gente cómo se iba a juntar a la Cancha como llamaban a ver correr a los jinetes. También había truqueadas y fogones con mate amargo”.

Sin casas, sin gente, sin caminos, la agrupación social que comenzaba no fue motivo para asustar a la dama de Lo Miranda, cuyos ojos ya comenzaban a captarlo todo en medio de una soledad infinita. Luego aprendió a cabalgar, a subirse a las carretas de bueyes, a caminar sola por los cañaverales del Divisadero, y se encontró habituada para todos los avatares que le presentara esta extraña pero propia y generosa tierra. A pesar de todo, Rosa Cuevas fue capaz de descubrir mucho mundo en Baquedano. Conoció a los primeros servitas que adentraron sus pasos por la selva hostil para venir a organizarse en los poblados. Recordó con verdadero cariño al presbítero Guillermo Weisser, los días de la estancia de la Escuela Agrícola, la figura de los primeros hoteleros, Cadagán  y Arévalo, de la primera matrona, Julia Bon, del doctor Cruzat, de don Chindo Vera en Puerto Aysén,  de Juan Carrasco, el de la casa bruja. En lo que era la primera agrupación social, la plaza, se juntaba mucha gente para las apuestas de las carreras de caballos. Las fiestas, la unidad, la cordialidad, hacían que el pueblo entero pareciera una gran familia emparentada. Los incendios eran extinguidos con el uso de baldes, piedras, tierra, lo que fuera. Incluso cuando llegaban las grandes nevazones de mayo y junio, se atacaban los fuegos con mucha gente lanzando bolas de nieve hacia los focos. El agua no existía. Para tenerla había que caminar hasta la gran fuente que caía a los pies de la Piedra del Indio, lugar que también debe ser considerado como sitio de interés, ya que existe tal como era. La otra fuente se hallaba en la bajada hacia el río Coyhaique, cercana al regimiento. Las acequias, que los mismos vecinos provistos de palas abrieron en la ruta que viene desde el Divisadero, formaron una útil red de abastecimiento que desgraciadamente constituyó un foco de infecciones generalizadas ya que cotidianamente aparecían en sus cauces animales muertos, excrementos, basura  y otros elementos contaminantes.

“Eran un olor maloliente que siempre sentíamos todo el día. Coyhaique era así, qué podíamos hacer”.

Doña Rosa recordó a su amiga Victoria Travotich, que cantaba las cartas frente a un grupo de ateridos campesinos que esperaban correspondencia con verdadero afán, allá en la casa bruja del bajo de la Quinta Santa Cecilia. También transitaron por sus recuerdos el hotel de los Arévalo, la casa comercial de Tello Holmberg, el Centenario, la Pulpería de la estancia, el matadero de Feliciano Echevarría, el negocio de José Vera Márquez. Algunos comerciantes de la época usaban zancos para vocear sus productos en lo que es considerada la primera gestión publicitaria de Baquedano. También llegaron a su casa los jóvenes actores del grupo de teatro Alejandro Flores, de los cuales pronto escribiremos. Rosa Cuevas Droguett, una mujer a quien muy pocos conocieron. Pero Las Huellas alcanzan para todos en este lugar donde lo que vive escondido tiende a despertar.


Comentarios

  1. Yo iba a su negocio en calle 21 de mayo, aun esta la construccion compraba golosinas y algunos utiles de colegio. a recuerdo perfectamante.

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