Me dijo que era entonces un mozalbete trabajador y gauchito tal como su padre campesino le había inculcado y cuando había cumplido los ocho ya se entreveraba en los rodeos, en las capas y en las juntas de yegüerizos y vacunos, junto a los gauchos argentinos que merodeaban por doquier en estas pampas salvajes. Me había contado entonces que los únicos chilenos que trabajaban por estos lados eran su padre y una decena de otros de la zona central recién llegados de los barcos, entonces resultaba muy especial escuchar los acentos argentinados y ver a esos hombres con chapeados y rastras montados en sus caballos con lujos inverosímiles.
Le pregunté si se trabajaba mucho y lo negó rotundamente, afirmando que cuando se trataba de trabajar se juntaban grupos de treinta hombres que corrían a más no poder por la explanada de la pampa del corral, así que esos gauchitos salían a hacer una junta de yeguas por ejemplo, y preparaban ese momento a una distancia lejana, lo que media aproximadamente a la villa Ortega y ellos ––como decían–– agarraban pampas de modo que era muy probable que las faenas demoraran días o semanas completas. En esos trances laborales tenían que correr los yeguerizos hacia las áreas centrales donde se juntaban los mayores y llegaban los más jóvenes a traer yeguas a toda carrera. Cuando se paraban los rodeos de yeguas, a ellos les correspondían atajar y no había ahí ninguna clase de corral ni atajadero.
Era gratísimo escuchar las contadas de don Vicente, especialmente cuando le brillaban los ojos para conversar y cuando sorbía los mates y avanzaban las historias hasta entrada la tardecita. Luego, bajando la cabeza y entornando los ojos, Vicente viejo decía:
—No había cantores como ahora en esos tiempos. Por lo general los que solían tocar instrumentos o cantar estaban todos en los pueblos y en el campo había poca gente campesina que sabía música.
En verdad, en algunas localidades muy específicas se juntaba la gente para pasarlo bien, pero la mayoría de las veces los que se reunían era para seguir trabajando en grupos. El caso de Solís no escapa a la excepción, ya que los viejos enlazaban, capaban, marcaban y tomaban mucha caña pero seguían trabajando, pasaban la semana entera en el rodeo corriendo animales y domando, capando y domando, apialando, arreando y estaba lleno de gente que sólo trabajaba. Me refirió sus tres años en las cordilleras bagualeando y que la compañía le pagaba bien por animal muerto. Era la cordillera de Mano Negra, El Gato y Mañihuales, el lago Fontana. Lo acompañaba entonces Joaquín Vera Bernal, su compañero de bagualeaduras. También recibían dinero por animal vivo y por el cuero. Recordó a los primeros bagualeros de entonces, los Márquez, que ya estaban en Mano Negra cuando llegaron ellos y se entraba ahí sólo por Las Bandurrias por la presencia de esos temibles tembladerales, que habitualmente hacía que se hundiera para siempre el animal e incluso el hombre que los quería atrapar.
Vicente Solís es uno de los pocos bagualeros que sigue presente en el recuerdo de la gente antigua, gran recordador, gran campero de esos que ya no se encuentran ahora. Y, para más remate, directo presenciador de la construcción y levantamiento de la primera casa de Coyhaique, cuyos infinitos detalles ya fueron narrados en estas columnas.
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