Los puentes colgantes de nuestra tierra han tenido no tan felices recuerdos entre la gente, no tanto por su presencia de riesgo y muerte, como por la cantidad de víctimas que cobraron durante casi tres décadas. Es bien conocido el conflicto interior y la conmoción que sufrían quienes se acercaban a uno de estos puentes en el pasado, para sortearlos, especialmente si el vehículo en que se desplazaban era un camión cargado con mucho más del peso que se mencionaba como el permitido.
La imprudencia y el arrojo de la mayoría de los camioneros de antaño también jugaron importantes papeles en la estadística, ya que eran contadísimos los casos en que se manejaba la cautela. Es bien conocida la tendencia a fanfarronear en estos grupos humanos, concebidos al amparo del rigor y un machismo mal entendido. Era, pues, casi imposible sustraerse a una especie de conducta de demostración de heroísmos y capacidades. Alguien en estas tierras agresivas e inhóspitas debe haberles enseñado a estos transportistas de antaño que el más gallo es el que comete más atrocidades. Y esa era la ley en el gremio.
El accidente ocurrido a fines de Febrero de 1959 no ocurrió por descuido en la manutención del puente por parte de la Oficina de Caminos como parece querer darse a conocer, sino por arrojo y osadía de un camionero que no respetó la vida de las personas y que infringió la capacidad de tonelaje permitida.
Era un jueves 28 de Febrero y faltaban seis minutos para las seis cuando el camión de propiedad de la firma Simini y Didier trataba de cruzar el Puente de Alto Baguales, conocido por sus espacios plenos de riesgo y de peligro. Todos recordamos la imponente altura de aquel puente, con árboles que aún no crecían y que uno podía observar pequeños a unos sesenta metros de altura. Hoy, son los mismos árboles que sobrepasan la altura del camino. El vehículo, manejado por Felipe Rodríguez Zbinden, y que llevaba como pasajera acompañante a Anatila González Rivera, encaró el puente cargado con 12 toneladas de leche en polvo, haciendo caso omiso de la indicación de riesgo que decía: Carga máxima permitida, 8 toneladas.
Lo demás se precipitó en cuestión de segundos. Un cable de acero que formaba parte de la sustentación menor, se cortó por la resistencia al peso, haciendo que el puente se inclinara a un costado y que el camión se precipitara al vacío entre los gritos de horror e impotencia de Rodríguez y su pasajera. Ambos perecieron instantáneamente, quedando sus cuerpos entre los fierros retorcidos del vehículo, allá en el lecho del río, sesenta metros más abajo.
Lo que sucedió después es increíble. Las cuadrillas de rescate no pudieron retirar ni los escombros del vehículo ni los cadáveres, debiendo permanecer pendiente la operación hasta el día siguiente. Nos imaginamos a los familiares de las víctimas, acompañando a sus deudos con fogatas encendidas, en una noche aciaga y ominosa, arrebujados en mantas, en medio del silencio y el desconsuelo Al día siguiente, pasado el mediodía, fueron rescatados los cadáveres de las víctimas y llevadas a Coyhaique para iniciar su velatorio y funerales.
La circunstancia de este accidente fue tan impresionante, que la comunidad en masa concurrió a los funerales de las víctimas, para demostrar su sentimiento de pesar. Pero, más que un accidente fatal, comenzaban luego a emitirse juicios en torno a la irresponsabilidad de los transportistas de la época que vivían al filo de la navaja, por una situación social de demostración y fanfarronería ante sus pares, situación que nacía casi siempre en torno a unas cuantas botellas en el Chible, el Español o en la Pensión Durán de Puerto Aysén, donde acostumbraban reunirse para alardear de sus hazañas.
Quiéranlo o no, los camioneros jugaron papeles fundamentales en el desenvolvimiento de la economía local, al efectuar con gran esfuerzo y loable empeño las labores correspondientes al traslado de un lugar a otro de cargas valiosas. Pero otra cosa es entrar en los detalles de las referencias a sus demostraciones de heroísmo y valentía. Y el capítulo del puente, a todas luces, representa un dramático ejemplo, ya que Rodríguez desafió a la muerte sin estar preparado para la derrota, con las consecuencias descritas.
Han sido decenas las manifestaciones de arrojo y osadía, que iremos descubriendo con el correr del tiempo, develando secretas circunstancias de fatalidad que nacían de las tendencias de los grupos de transportistas por disfrutar de la competitividad en medio de sus viajes, a fin de adoptar aires de superioridad en sus bravuconadas. Usted debe encontrarme la razón.
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