Conocí personalmente a Mario Meléndez, cuando yo era un niño de no más de 10 años. Ibamos endilgando en la Minita de papá, una Ford gris claro del 56, hacia los kilómetros en busca de arbolitos navideños, pinos verdes y frescos recién cortados por las robustas manos de los hacheros. Nos sofocaba el aroma de verdores, de laurel húmedo y de humaredas de los roces. Todo allí era selvático y agreste. El cerro de Los Torreones de nos venía encima y el motor de la Minita ronroneaba como un gato con los cambios de velocidad y el esquive de hoyos, guijarros, badenes.
El raid se repitió durante largas 6 temporadas navideñas, y en todas mi viejo me mostró detenidamente la Escuela Rural del kilómetro 10 del Balseo, sus formas pintadas de celeste, el emplazamiento de la casona que ahora está descascarada y casi cayéndose y ese amplio y delicado espacio extenso con valles de color distinto al de Coyhaique, una transformación evidente a medida que uno se acercaba al mar.
Supe después, o me contaron, que este profesor era muy culto, escribía siempre, guardaba celosamente sus originales y, además, manejaba en su casa una completa biblioteca en medio del crecimiento de su grupo familiar.
Bajo esa tenue reminiscencia de las navidades en que pasábamos a no más de 45 km por la casa y la escuela de Meléndez, yo me fui grabando esa imagen por repetición y reencuentro. Siempre que se aparecía la escuela a lo lejos, me imaginaba a un maestro encorbatado, con el pelo ordenado por la gomina e impecablemente vestido. Como acostumbraban esos tiempos de tradición y corrección funcionaria del siempre sagrado magisterio.
Pasaron los últimos años de esa década, con mis días preciosos de la escuela y mis preparativos para irnos con el grupo de 12 compañeros a estudiar al Liceo de Puerto Aysén. Entonces, como si por primera vez llegara, y como si fuera una mera imposición, el profesor Meléndez, un día de tantos en que la camioneta ploma transitaba a mediana velocidad, le hizo una seña a mi viejo para que se detuviera. Y por primera vez le oí conversando y riendo, oliendo el aroma de una colonia suave que se esparcía por medio de sus palabras. Tenía bigote recortado, pelo engominado como yo me imaginé, zapatos demasiado brillantes para el polvo y el camino tan agreste, y un terno impresionante para el ambiente en que se desenvolvía. Pensé que era exagerado vivir en contra de la naturaleza, pero luego entendería que los reglamentos deben ser respetados.
El 61 lo vi entreverado entre los profesores del Liceo, junto a Marta Amaro y Lopetegui, a Broussain, doña Ilse y Alvarez. Lo divisé recitando sus poemas en actos culturales, le vi avasallante, lleno de bríos y finas circunstancias, arrebolado y adusto, lleno de codiciosos instantes de fulgor poético, pero, además, dirigiendo el coro y luego gritando con chicos en la calle, saliéndose de su estricto reglamento. Ahí quise acercarme y me reconoció, pero vio en mí a su amigo de siempre, a su ser coetáneo, de su tiempo y cariño, mi padre.
Ya adulto, me llegó como en sueños su Soneto de la Nieve, tan presuroso como un soplido, lleno de miedos y albures. Era él, encerrado en una pieza oscura de su casa de los kilómetros, junto a la escuela larga del valle y sus aladas extensiones. Un verso triste y necesario, tal como esa prisión celestial del kilómetro 10 donde seguramente fue atrapado como todos por Aysén desde el principio:
En torno de mis manos está la nieve/ cercana constelación de lento vuelo / impreciso fulgor junto a mis dedos, llama helada, flor abatida que ya muere. Cuando el alma presiente que ya vienes gira sus palmas como cuenco al cielo. Que tu beso austral llega en silencio; / apenas roce, caricia apenas y ya mueres.
Y soy árbol absorto, acogiendo tardía primavera entre mis ramas / mientras puro sollozo va creciendo. /Cuando siento que ruedo hasta tu calma / como ola que lenta va muriendo bajo el enjambre de luz inmaculada.
Pasaron muchos años y el recuerdo de este profe que nunca me hizo clases y del que nunca conocí enseñanza alguna, comenzó a diluirse. Hasta que un día me despertó un nuevo aletazo de su vuelo vigente, al llegarme una invitación de viaje con un Bórquez de por esos lados, que me pasó a buscar en auto y endilgamos por los caminos hacia la costa, revisando rutas olvidadas, rememorando las pizarras y los torreones del 20, los fierros de los viejos puentes del inmaculado balseo… sus sopandas y la correntada. Hasta ese minuto que apareció otra vez la vieja escuela, ahora derruida y agachada diría yo. Fue entonces que lo vi a Meléndez, caminando sin garbo y con una lentitud exasperante. Habían pasado creo unos buenos treinta años y jamás lo vi tan distinto y tan representado en ese paisaje propio y con la riqueza simbólica de su presencia casi eterna. Nos abrazamos y me preguntó por su amigo, lo miré a los ojos y noté su ancianidad, su risa cansada, sus manos fijas y titubeantes. Mario Meléndez me otorgó su último regalo, el de su presencia rescatadora, aquella que todo lo trae de un golpe hasta nosotros. Fui hasta la escuela, acompañándolo en silencio, un lugar mágico, increíblemente místico que me hizo regresar. Meléndez era un cuadro impresionista cercano, un casual primer plano lleno de versos cayendo por la selva del río de los balseros.
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