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Guillermo Federico Villegas de la Comisión de Límites

 

Guillermo Federico Villegas, integraba la Comisión ya en 1930. Poco antes, andaba por ahí en ecorridos. Tiempo después, habiendo sido detenido en El Castor por una cruel maledicencia de uno de sus mejores amigos, tuvo que soportar aquella pérdida de libertad mientras se producía el incendio que arrasaba con bosques y montes vírgenes ante la atónita mirada de los pobladores. Cuando le prendieron fuego a los cañales de Campo Grande en 1944, ya se encontraba trabajando en la primera temporada.

Todo era noche con el humo en ese incendio por un lapso de casi cuarenta días, debiendo los pobladores soportar jornadas dantescas de calor y fuego abrasador, además de la falta de agua ya que se consumía a gran ritmo, precipitándose pedazos de caña desde la altura, que medían medio metro, aunque ya estaban apagadas. Vacas, caballos y casas cayeron asolados por el avance avasallador del fuego, un voraz incendio de esos que caracterizaban antes a los territorios de Aysén.

En 1943 se encontraba haciendo el servicio militar don Guillermo Federico,  conformando el segundo contingente del grupo de caballería Bueras, acarreando piedras para el centro de la ciudad. Cuando concluyeron aquellos trabajos, Villegas fue recomendado a los oficiales y al comandante Carlos Alvarado Romo, al teniente primero Eric Pooley y al comandante de sección Pedro Montero Gamboa.

El día de San Carlos los oficiales compraron corderos para hacer los asados. Y descubrieron a Villegas, a quien le confiaron la preparación de los parados. Con eso, el hombre se consagró y se ganó la confianza de los oficiales, gesto bastante apegado a nuestras tropicales costumbres patagonas, que evalúa todo bajo la existencia del referente gastronómico. El teniente Coronel Mardoqueo Muñoz Vergara recibió la recomendación para tomar a este hombre en la de Límites. En Cisnes, Villegas se luciría en la domadura de potros, aunque el reconoció que no podía pensar en que se quedaría arriba del matungo.

Un día le llamó el comandante para acompañarlo a poner señales ocultas en la frontera. Confiesa que es el único hombre que le hizo cortar clavos en la cordillera fue él, cuando llegaron a un ventisquero con una barda a pique en la nieve:   El pasó por arriba de la nieve y ¿por qué tenía que buscar por la nieve que no representaba peligro alguno? Seguro que es cuestión de grados y jerarquía, pero es inhumano mandarlo a uno a la muerte por las piedras a pique en la barda. Si se resbala un caballo ahí, no queda ni el polvo. Pero yo no iba asustado, sino casi muerto.

Realizaron la operación planificada, churrasquearon luego y cuando se levantaron para ensillar de vuelta y Villegas quiso ir a buscarle el caballo, le respondió éste: cada uno ensilla su caballo porque aquí somos todos iguales.  Entre los  militares, era el único hombre a quien le reconoció ventajas sobre él en la comisión. Pero poco tiempo después llegó un capitán de apellido Espinoza, gordo como un tonel, al decir de don Guillermo. Anduvieron un día para entrar por el Fontana a Campo Grande y faldeando un cerro virgen, cuando de repente Villegas le levantó las riendas al caballo y saltó un arroyo encajonado, por lo que Villegas recibió una devolución al campamento en tono de castigo. Pero el comandante no le reconoció el castigo porque se trataba de un soldado de caballería. A la semana siguiente le decidieron que regresara junto a Fica, de Chile Chico, a Torres de Puerto Aysén y a Antidoro Muñoz Pacheco de la Estancia. Mandaron un primero que era hermano de Muñoz, don Florizondo Moraga. Y salieron a cargo del comandante Moraga para ir a enfrentar la hacienda matrera de esas cordilleras. Y Muñoz, el baqueano, le dice: vamos a llevar un pedazo de charqui para hoy no más. Y le dijeron al comandante y aprovecharon de pedirle permiso para usar el lazo al estilo gaucho sobre la silla militar, y el pellón, cosa que parecía un contrasentido, pero que le daba más facilidades a los hombres que se habían criado en este ambiente gauchesco.  Cuando llegaron al Lago Plata había tres vacas recién paridas en la punta del lago. Y ahí no más en la primera atropellada al lago se quedaron un ternero de seis meses, sin desperdiciar nada, sólo las tripas, alzando todo. Anduvieron veinte días en esas cordilleras, y cuando se les terminó el ternero, esperaron para agarrar otro y seguir dándole, total se trataba de hacienda vieja orejana que no tenían señales ni marca alguna, por lo tanto pertenecían a cualquiera. 

Si usted saca a uno de estos hombres de una ciudad, no pueden hacer nada en los campos, no son nada en los campos, decía Guillermo Villegas, al referirse a este oficial de ejército gordinflón que les acompañaba en los viajes de reconocimiento y colocación de hitos en la década de los cuarenta, mientras integraba aquellos trabajos en la Comisión Chilena de Límites. La verdad es que los hombres de la comisión eran agallados y no le temían a nada y aquel oficial se las ingeniaba para que esto pareciera lo contrario. Por eso, estos individuos no aceptaron aquella conducta bastante inusual del oficial de querer aparentar lo que no podía hacer.

En ese ambiente totalmente hostil y beligerante, donde debían lidiar contra las fuerzas naturales y también contra la discrepancia con los superiores, los jóvenes muchachos conscriptos se valían de cualquier artimaña para superar obstáculos. Una de las funciones que les correspondía era buscar las mejores entradas y accesos para que los oficiales pudieran llegar sin problemas a las áreas por demarcar. Durante las dos primeras temporadas, el trabajo de Villegas era mancomunado, una sola voluntad para superar los problemas, una sola visión de conjunto para encarar los objetivos. Comenta que en los campamentos chilenos podían quedarse algunos argentinos amigos y también en los campamentos argentinos algunos chilenos eran invitados, siempre que sea autorizada su pasada y que su regreso previsto para tal hora sea cumplido religiosamente. Casi todas esas jornadas estaban pensadas para lograr los trabajos de colocación de hitos, según las conversaciones que hubiere entre las dos partes. Diversos ingenieros iban avanzando a la par de las fronteras, unos por el lado argentino y otros por el chileno. Cuando había que parlamentar, la comisión se detenía, levantaban campamento y comenzaba una jornada de reuniones donde los trabajadores debían esperar órdenes. Entonces preparaban el cemento, haciéndose acompañar de la oficialidad, acarreando arena, material y colocando la señal en el lugar convenido por las asambleas.

En algunas ocasiones acordaban cortar por las partes derechas, en otras cubriendo aguas o buscando las áreas  más accesibles de las montañas. El caso del Palena merece atención especial para don Guillermo, quien acude a la memoria para declarar que allá en el Palena había que dar una vuelta sumamente grande y andaba a cargo de la comisión el Ingeniero Salinas, delegado de la comisión argentina, quien se arregló con don Mardoqueo Muñoz y ambos acordaron cortar en tal parte sin detenerse a analizar por qué. Y pusieron como única condición reconocer legalmente los derechos de los pobladores chilenos que habitaban en aquellos sectores. Mientras arreglaron los planos y redactaron las solicitudes para nombrarse dueños, se hizo algo así como un arreglo aduciendo que los chilenos eran intrusos y tenían que salir del lugar. Villegas acota que había uno que algo sabía y viajó a Santiago a denunciar estas malas artes de los comisionados argentinos, por lo que el mentado Mardoqueo Muñoz tuvo que ir de vuelta a Buenos Aires, ubicar a su amigo y declarar que no había dicho ni hecho nada antes que los descubrieran y se destapara.

En la memoria frágil de estos hombres de la patagonia transitan estas imágenes de cuerpo presente, y en la medida que han pasado los años se han ido decantando las imágenes, limpiándose esos transcursos con las palabras que continúan respirando a través del recuerdo.

La imagen de la vida de Villegas desde que llegó de Abtao a hacerse cargo de otra existencia, cambió con los años. Sin capital alguno y debiendo costurarse la ropa con tientos, viajar bajo la lluvia para ir a la Argentina en busca de vicios y vivir en ranchos de canogas, tiene sus cambios. El reconoció que fue muy difícil comenzar, muy difícil aprender, pero siempre se llega a la cumbre y luego se observa en paz la obra terminada. Un hombre de los que quedan pocos en la Patagonia, y aunque continúa viviendo en la Argentina, su corazón está aquí con nosotros, lleno de historias y de afectos por las cosas que hizo en los principios de su juventud y que ahora quieren darse a conocer para preservarse en la memoria del tiempo.








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