La señora Flor vivía perdida en sus distancias forasteras, ahí donde la calle Simpson parecía arrastrarse hacia arriba. Llevaba teñidos sus cabellos y sus labios siempre rojos, y unas inmensas pupilas que lo desbordaban todo. Vivía sola, con sus catorce gatos y sus discos de Caruso que casi me aprendí de memoria, el Vesti la Giubba, la Furtiva Lágrima y el O’sole mío.
Otro viejo armario era capaz de guardar miles de revistas apiladas como Ecranes, Confidencias y una que me llamaba la atención por lo vistosa y un título genial: Vosotras.
No cabe ninguna duda de que la señora Flor se daba el lujo de vivir colgada de su genealogía y sus recuerdos. La acompañé muchas veces a la plaza, cuando el domingo comenzaba con gritos de niños, y la salida de misa con gente que iba más a lucir vestuarios y extravagancias que a purificar su espíritu.
Allá venía la banda tocando cuando ella me tomaba del brazo y me llevaba plaza adentro conversando cualquier cosa, que casi nunca entendía. La veía reír mirando mi corbata y mi pantalón largo, con rayas de planchado casi perfectas si no fuera por el viento. Éramos dos seres perdidos y solos, aguijoneados por las miradas de la multitud que se sentía atraída por la silueta de la señora Flor y sus estolas moradas y transparencias de organdí. Era elegante y caminaba como una princesa por una pobladía llena de dobleces y cotilleos.
La plaza casi vivía al revés, con su gran roca de granito frente a la bandera y un O’Higgins eterno y salvador al que todos rendían pleitesía. Aferrada a sus principios aristocráticos y al aguamanil de la mesa de caoba, nunca dejó de parecer una mujer cosmopolita. Ella llevaba consigo el gran aspaviento de su alcurnia.
Pero la señora Flor, como todas las cosas, como todas las personas, fue perdiéndose entre las aristas del desgaste. Su hierática figura se fue adhiriendo casi imperceptiblemente a los movimientos lentos, al anonadamiento y la vejez.
El viejo jardín comenzó a morir con ella, las flores coloridas dejaron de serlo, y el gramófono donde escuchó a Caruso y los intensos discos y revistas antiguas, se fueron cubriendo de un polvo fino y una pátina triste, lejos de los colores de antes. El portal fresco y brillante, dejó por fin paso a la maleza.
Un día, alguien me vino a avisar con ojos parcos y atolondrados que doña Flor se había muerto.
Aparecí por el camposanto con temor y una pena dulce en la cara a dejarle unas rosas sin que nadie supiera. Mis lágrimas fueron cayendo una a una sobre el ataúd brillante, que era muy parecido a su mesa grande de caoba.
Hermosa y triste historia..la soledad puede ser hermosa, pero, a medida que pasan los años, y la vida se va apagando...y los intereses se ponen distantes..y la soledad acecha...
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