Volví a ir después de muchos años a la tierra natal, en un regreso silencioso, con graznidos de gansos y avutardas en los patios, y la campiña avanzando hacia atrás como un diario de vida que se lee desde el final.
Ya no pude encontrar a esa gente que me invitaba a sus casas cuando yo pasaba por el frente, o a los viejos hombres de la calle que maniobraban carretas de caballos o carretillitas con leña. Menos mal, pensé. Si lograra imaginármelos por la pena de la ausencia, acaso no estaría escribiendo esto.
Las tumbas y el aroma fuerte de velas consumiéndose fue lo primero que encontramos, al lado de casitas de tejuelas descoloridas, abandonadas por años. La que buscábamos, creó gran confusión entre el encargado y su auxiliar, ya que sosteniendo unos legajos amarillentos, la descubrieron con muchas dificultades, escondida bajo un par de álamos grandes.
No era como las casuchas, sino una roca de cemento en forma de obelisco y con una pequeña cruz grabada en la cúpula. Leímos con asombro: aquí yace nuestra pequeña dorila del rosario, 1939 1947. Un ángel que se fue antes. (introducción la vida coyhaiquemente, oscar aleuy)
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